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Cuando tenía doce años, Irene parió un delfín. Ella no recuerda ahora nada, lo sabe porque se lo han contado sus padres, porque lo presenció media ciudad y porque salió en las noticias de las dos.

Le contaron que aquella mañana de playa se metió en el agua y dio a luz. Gritó, lloró y su madre corrió al mar, asustada. Pero ya había ocurrido: fue rápido y lo vieron los bañistas. Alrededor de Irene la sangre tiñó la superficie de rojo y los peces pequeños nadaron hacia ella, atraídos por el sabor de sus entrañas. De su interior escapó un mamífero plateado y ojos inteligentes, una criatura brillante y sinuosa que surgió de su vientre y se perdió en la bruma y las olas. Nadó lejos, hacia el horizonte, e Irene nunca volvió a verlo. Una chica en bikini rojo lo grabó todo con la cámara de su teléfono móvil, y los medios de comunicación analizaron las imágenes al milímetro.

El mundo científico decidió que era imposible y que debía de tratarse de un aborto natural, acompañado de engañosos efectos ópticos, o de un montaje. Después de todo, las niñas de doce años no dan a luz a delfines.

Irene no recuerda haber estado embarazada. Recuerda haber tenido dolores de estómago, y haber estado un tanto hinchada, como si tuviera gases. Nada sabe ahora del parto en sí, como si fuera un mal sueño olvidado al despertar. Pero la ciudad recuerda. La ciudad lo vio. A los seis meses del incidente, tuvo que dejar el colegio. Hasta su mejor amiga desapareció. Se marchó a otra ciudad, se desvaneció como el delfín. Irene se quedó sola.

Se educó en casa, como pudo. Sus únicos amigos estaban en Internet, personas que no sabían que Irene había parido un delfín. Aun así, cuando conseguía verlos en persona, en ciudades ajenas, en pueblos distantes, con solo mirarla, lo sabían. Sabían que Irene estaba tocada por algo extraordinario. Se excusaban, la abandonaban con cualquier frase insignificante.

Pero ahora es diferente. Ahora ha conocido a Simbad, y algo le dice que este será distinto. Simbad tiene una habitación llena de parafernalia mística, de imágenes de sirenas y centauros. Simbad es asesor financiero, pero sus intereses vuelan con los OVNI y los chemtrails. Simbad no ha parado hasta encontrar a la chica que parió un delfín en una ciudad pequeña, casi desconocida, rodeada de mar y de superstición, de callada irritación hacia la niña bruja que los hizo quedar como mentirosos y farsantes. Ningún hombre la ha tocado desde entonces. ¿Quién puede competir con el hombre que preñó a una niña para que pariera un delfín?  ¿Quién puede competir con un ser diabólico, ya sea de la tierra o los infiernos?

Simbad corteja a una Irene de veinte años, sorprendida y halagada por su interés. Irene es una virgen prohibida, una doncella que no es doncella. A veces se imagina como la dama perfecta, madre e inocente a la vez, y para Simbad es además un objeto de veneración, una María oscura. Lleva a Irene a restaurantes caros, le compra pulsaras Pandora y la cubre de vestidos largos y vaporosos como la mujer-hada que es. A pesar de sus veinte años, Irene es ingenua, carece de experiencia. Y cuando al fin Simbad la invita a su hogar a enseñarle su colección de rarezas, Irene entra confiada, bailando al son de una música imaginaria y el ritmo del primer amor. Simbad la tumba en su cama king-size y la penetra mientras ella niega con la cabeza y le dice que no, que no está preparada. Tal vez nunca estará preparada, pero Simbad jadea encima como un depredador distraído, uno que se alimenta de la presa sin preocuparse siquiera por rematarla antes. Tiene algo de felino, algo de lagarto. Tiene un par extra de colmillos, que se relame mientras se corre dentro de Irene, mientras le grita palabras arcanas sacadas de algún libro esotérico forrado en piel de raya. Irene es más que una mujer, es un receptáculo. Irene es su experimento, su conjuro, y eso es lo peor. La deja marchar, pero sabe que la semilla sobrevivirá. Tiene que hacerlo.

 

Irene sale al mar, como hace ocho años, con los bolsillos tan llenos de piedras como Virginia Woolf. Ya no volverá a la orilla. De nuevo grita de dolor, su útero se retuerce y la vida busca salir, busca nadar en busca del horizonte, como ya hizo su hermanastro, como hace ocho años. De entre sus piernas surge una estela gris, una criatura angulosa y feroz que se abre paso a dentelladas.

Con veinte años, Irene pare un tiburón. Pero esta vez seguirá a su hijo hasta las profundidades, se perderá para siempre bajo la arena del abismo. Mientras da su última bocanada de aire se pregunta si allí abajo estará el delfín esperándola; si tal vez existe, en una ciudad submarina y olvidada, algún ser mágico que la visitó en su momento, el padre de su primera criatura. Pero no recuerda, no recuerda. Solo sabe que existe entre la tierra y el agua, en ninguna parte, hija de la sal y la nada. Se convierte en espuma de mar, como la sirena de aquel cuento de Christian Andersen.

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Imagen Gold Fishes por cortesía de basketman / FreeDigitalPhotos.net