ID-10030968Lo de ser musa Darla tardó un tiempo en asumirlo. La primera vez que podía recordar (aunque entonces no fue consciente de su participación en el proceso artístico) fue con cinco años, en el jardín de infancia, con su amigo José. A José le gustaba dibujar casas y Darla se sentó un día a su lado a mirar cómo hacía ese techo puntiagudo de triángulo y ese par de ventanas asimétricas. Pero entonces la mano de José se movió de forma inesperada, aparecieron cortinas de encaje y muros de ladrillo descubierto, un pórtico de madera tallada sobre la entrada y hermosos azulejos azules que cubrían los bajos del edificio. La maestra, orgullosa, colgó el dibujo de la pared del aula y se lo enseñó a los padres del artista mientras le auguraba un futuro espléndido de pintor bohemio desempleado.

José decía que cuando Darla estaba cerca los dedos se movían con mayor soltura, como cuando estás a punto de dormirte y lo difícil se torna sencillo, evidente. Aun así, Darla no hizo la conexión hasta unos años después, cuando se presentó con su amiga Mercedes a las pruebas del coro del colegio. Parecería que a Mercedes la habían poseído los ángeles cuando sor María le dijo que entonase el Pange Lingua y de su boca salieron ruidos celestiales. Ese día la garganta de Mercedes era miel y cristal, y Darla, que no pasó las pruebas iniciales y quedó fuera del coro, comenzó a sospechar.

Todo se vio confirmado al cabo de una semana. Darla decidió realizar un análisis concienzudo de su capacidad inspiradora. Animó con entusiasmo al equipo local, y con ella en las gradas no perdieron un solo partido: jugaban como si sus piernas no fueran suyas. Convenció a su primo Fede, el payaso de la familia, de que se presentara a un concurso de monólogos; con ella en la sala Fede producía risas incontenibles aun sin abrir la boca. Y con que ella estuviera presente en la cocina mientras su madre preparaba la comida, el almuerzo sabía a gloria pura.

Esta extraña habilidad desconcertó a Darla durante mucho tiempo: sus propios talentos deportivos eran escasos, tenía un sentido del humor peculiar, que nadie parecía entender, y cada vez que intentaba seguir alguna receta todo acababa salado, quemado o crudo.

Se resignó a su papel altruista y en la universidad se codeó con artistas, escritores y actores, cuyas carreras despegaban en cuanto pasaban unos cuantos días a su lado. Tuvo incontables amantes pintores, quienes, conscientes o no de su poder casi mágico, se aferraban a ella como si les fuera la vida en ello (tal vez, en muchos sentidos, fuera así). Mas todos acababan por dejarla, creedores de que su éxito se debía, en última instancia, a su propio talento y trabajo.

Hasta el día en que conoció a Helena. No la buscó por su talento, ya que Helena no era conocida en los círculos artísticos, ni sabían su nombre en las tertulias. Helena era una dependienta de una franquicia de ropa y no parecía tener mayor interés. Ningún talento apreciable, ninguna ambición más allá de meter a Darla en su cama de noventa; ninguna fijación más allá de dejar siempre grabada la telenovela de la tarde. Por una vez, Darla se sintió apreciada por sí misma, por Darla, no como creadora de inventores, escultores y cantantes de éxito.

Helena era una persona rutinaria y aburrida, dos cualidades que Darla apreciaba sobre todas las cosas. Con ella todo era más sencillo: nada de exposiciones en Nueva York ni entrevistas en programas de televisión, ni escuchar una y otra vez los halagos y las envidias que nunca iban dirigidas hacia ella. No, con Helena era sencillo: trabajar, almorzar, trabajar, cenar y luego dormir muy juntas, haciendo la cuchara, bajo el edredón estampado de rosas. No era muy pasional, ni extremo: a veces hacían el amor, pero casi siempre dormían, y a Darla le parecía el culmen de lo bello, el fuego lento del para siempre. No era artístico, ni creativo, solo el calor suave y cómodo de una vida afectuosa y tranquila en común. No podía ser más perfecto.

Así que era normal sorprenderse si algo, por pequeño que fuera, escapase a la controlada cotidianeidad de cada semana. Una tarde de martes Helena llamó a Darla al trabajo y le dijo que debía volver enseguida a casa, que había algo muy importante que quería enseñarle, algo que llevaba meses preparando.

Cuando Darla abrió la puerta del salón, intrigada, tardó en comprender lo que estaba viendo. Lo primero que le entró por los ojos, lo primero que leyó, fueron las grandes letras rojas que cubrían la pared, en una caligrafía perfecta, y que decían: «Darla Sánchez, ¿quieres casarte conmigo?».

Todo habría sido maravilloso y romántico de no estar escritas en sangre. La sangre de cinco niños muertos, de entre cinco y diez años estimados, cuyas extremidades, ya rígidas, formaban gestos extraños y artificiales. Clavados con precisión matemática a la pared amplia del salón, bailaban en muerte un vals severo y artificial. Su colocación, mano en mano, pie con pie, cabellos derramados y vísceras abiertas, formaba un cuadro de horrenda e indescriptible simetría. Aquellos cuerpos mutilados, vaciados y deconstruidos (un cerebro aquí, un corazón allá) se unían en estrambótica y nauseabunda belleza.

Y en el centro, descalza sobre la alfombra que les había regalado su madre, la esperaba Helena, pelo suelto a la espalda, una gran sonrisa orgullosa en el rostro. Una sonrisa algo descentrada, algo perdida, que Darla conocía bien, de tantas veces  que la había contemplado en otros rostros. Rostros de los que, tarde o temprano, había huido.

―¿Te gusta? ―le preguntó su novia, eufórica―. Es mi mejor obra hasta la fecha. ―La miró con ternura, con incontenible cariño―. No podría haberlo hecho sin ti.

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Imagen por cortesía de Marcolm en FreeDigitalPhotos.net
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