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Como todos los viernes, Laura subió al monovolumen y se dirigió a Zec de La Croche, al río de San Mauricio. El viaje no era muy largo, lo justo para escuchar la mitad de las canciones de su recopilatorio de Queen. El camino era monótono, casi sin curvas, y era raro encontrarse con viandantes, autoestopistas, o cualquier signo de vida humana. Era mejor así. Laura siempre recorría aquella carretera con angustia, con miedo a ser reconocida.

Se miraba con frecuencia en el espejo retrovisor, nerviosa, para comprobar su maquillaje. En el cruce de los patos, justo después de pasar la estación de La Trenche, se detuvo a pintarse una vez más los labios, de un color fresa intenso. Siempre se ponía un poco melancólica con Bohemian Rhapsody, cuando cantaba Freddie aquello de que acababa de matar a un hombre, cuando le pedía a su madre que no se preocupara por él. Laura pensaba en Michel y en Monique, que se habían quedado con la canguro viendo alguno de esos realities de cantantes. Sarah, la canguro, era más cara que sus compañeras, pero era mejor. Con Sarah en casa siempre estaba más tranquila.

Como todos los viernes, llegó a la planta de Beaumont. La presa ofrecía unas vistas maravillosas, aunque no era tan alta ni tan impresionante como las otras cuatro que había entre La Trenche y La Tuque. No abrían al público por la noche, pero sus medidas de seguridad eran ridículas, y Laura se las había saltado desde que tenía uso de razón. Durante unos segundos se perdió en sus recuerdos; volvieron las imágenes de una Laura pequeña, muy rubia y con coletas, que saltaba aquella valla diminuta para jugar en las alturas y buscar signos de vida entre las aguas. Esta noche, igual que en las noches de su infancia, el cielo estaba cosido a estrellas.

Trepó la valla de madera que cortaba el acceso a la presa. Con los tacones en las manos, avanzó descalza por la pasarela, iluminada de pleno por varios focos encendidos. Laura no sabía por qué dejaban los focos encendidos de noche, con toda la electricidad que eso consumía. A sus hijos siempre les decía que apagaran todas las bombillas tras ellos.

A pesar de haber parido dos veces, Laura mantenía una buena figura y una autoestima saludable. Se calzó los tacones de aguja y se sintió bien, confiada. Una vez empezara el espectáculo se sentiría mejor. Siempre echaba de menos algo de música, pero sabía que no era necesario, y que aquí arriba se perdería el sonido. Comenzó lenta a bailar, entrando en calor. Movió las caderas con suavidad y empezó a deslizar las manos por su cuerpo, a acariciarse la piel, clara y cubierta de pecas. Poco a poco, se levantó el jersey de angora, sin dejar de moverse, sinuosa; debajo llevaba su sujetador favorito, una fantasía en satén rosa con brillantes de colores. Sabía que captaban la luz de los focos y que emitían pequeños destellos irisados.

A continuación, se desabrochó la falda de tubo y la hizo descender, lenta, por sus muslos. Tras pasar las rodillas, cayó al suelo y, de una patada certera, Laura la alejó de ella. Ya en ropa interior, se sintió liberada. Recordaba que las primeras veces se había sentido expuesta, vulnerable, pero ahora todo era diferente. Pensó que no podía haber nada más hermoso ahora mismo que su cuerpo semidesnudo, contoneándose bajo la luz blanca de los focos.

Dio media vuelta y se desabrochó el sujetador. Lo dejó caer al suelo en un solo movimiento grácil. Tarareaba para sí misma, divertida, la canción de Nueve semanas y media. «Puedes dejarte puesto el sombrero», se dijo, pero no había traído sombrero. Tal vez para otra ocasión. Ahora solo le quedaban las bragas, una monada rosa a juego con el sujetador.

«A estas las echaré de menos», pensó, cuando las lanzó al agua. Aunque la iluminación aquí arriba era potente, abajo la visibilidad era menor, y solo alcanzaba a intuir cierto movimiento, cierta corriente irregular. Sí vio la mano que asomó de entre la espuma y atrapó, feliz, las bragas rosas. También le pareció ver algo de cabello rojizo, una cabeza que subía y bajaba entre el caudal del agua. Y ahora otra, allí, unos metros más cerca de la presa, una cabeza morena y un brillo huidizo de ojos claros; un brazo amable que la saludaba, que abría y cerraba la mano en una señal acordada desde hacía años. Laura sonrió, ya estaba todo listo.

Al terminar, siempre tenía cierta sensación de abandono, de nostalgia, como si toda la adrenalina que la había acompañado durante el baile ahora la dejase vacía, apagada. Era mejor salir de allí cuanto antes, regresar a casa y a la canguro y a los niños.

Abandonó la pasarela y abandonó la presa. Trepó de nuevo por la valla de entrada, con los tacones en una mano y los restos de su vestuario en otra. Junto a esta, encontró el pago de siempre, una bolsa de saco llena de alhajas y monedas. Anillos perdidos en la playa, pulseras desaparecidas en el río, monedas de barcos olvidados. Una pequeña fortuna para una madre soltera y sola.

Como todos los viernes, Laura se rio. No había nada como bailar para las sirenas.

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Imagen por cortesía de yingyo / FreeDigitalPhotos.net