ID-10082769Este fin de semana pasado, como sabéis ya requetebién, he estado en la Feria del Libro de Madrid. Este año iba a promocionar el libro que tengo a medias con José Antonio Cotrina, El fin de los sueños, lo cual sabéis también. Solo teníamos una firma: dos horas en la caseta de la editorial, lo cual nos hacía suponer que habría más gente a la espera que si tuviéramos varias firmas dispersas; por otra parte, la firma coincidía con la Blogger Lit Con, un encuentro masivo entre blogueros  y aficionados a la literatura juvenil (este año han superado los 400 asistentes), y sabíamos que muchos tenían nuestro libro, así que esperábamos que se pasaran unos cuantos a que les firmásemos.

El resultado final fue mucho más de lo que habríamos podido esperar. Las firmas estaban programadas para empezar a las seis y media y terminar a las ocho y media; desde las cinco y media hubo gente haciendo cola, y no terminamos hasta cerca de las diez. Os podéis imaginar la impresión que le produce esto a una persona que, como mucho, habrá firmado quince libros seguidos en alguna presentación. Es una mezcla de asombro, incredulidad y maravilla. También era un poco agobiante, ya que tanto a José Antonio y a mí nos gusta dedicarle tiempo a cada firma, a cada persona. Nos encanta escribirles dedicatorias, hacerles dibujos y charlar sobre lo que el libro ha significado para ellos. Y cuando tienes una cola larga a la espera y eres consciente de que la gente lleva dos horas esperando, te planteas hacer algo más aséptico y rápido. Pero eso es imposible. Cada una de esas personas se ha leído tu libro, o planea hacerlo. Esa persona se merece, como mínimo, un poco de atención.

El dedicar un espacio de tiempo breve a cada lector tiene consecuencias curiosas. Debes meter en apenas cinco o diez minutos toda la conversación que te gustaría tener con cada uno. Y muchos son muy conscientes de esto. No se limitan a hablar del tiempo, oh no. Ellos van directo a lo que importa. Te preguntan cosas profundas, importantes. Quieren tu opinión sobre temas fundamentales para ellos (¿mi opinión, en serio?). Y tú tienes que proporcionarles respuestas válidas en un tiempo récord, cuando tu cabeza está funcionando a medias porque llevas tres horas de pie dibujando sin gafas (por supuestísimo me las dejé en el hotel) y el subidón de adrenalina que tienes te ha dejado bastante atontada.

Entre estas preguntas, hubo una que se repitió y que me llamó muchísimo la atención, porque es una pregunta que yo misma me he hecho en múltiples ocasiones. Me la hacían personas de menos de 20 años, cuando yo, que tengo 32, he tardado años y años en empezar siquiera a responderla.

La pregunta, aunque se formulaba de muchas maneras, venía a ser la siguiente:

¿Cómo sé a qué dedicarme si me gustan muchas cosas?

Cuando tienes 17 o 18 años y estás considerando estudiar una carrera, esta es una pregunta muy importante. De lo que muchos no se dan cuenta es de que esa pregunta seguirá presente en su vida, con bastante seguridad, muchísimos años más. Muy pocos se despiertan un día diciendo: “ya lo sé, voy a ser ingeniera termonuclear sexadora de pollos”, porque la vida no funciona de esa manera. No es como en las películas, cuando una niña sabe desde los tres años que quiere ser analista de sistemas, o un niño de cinco tiene clarísimo que lo suyo es la repostería vanguardista. Con suerte, la niña sabrá que le gustan los ordenadores, y el niño que lo de mancharse las manos amasando pan es divertido.

Creo que lo único que podemos hacer es sentarnos a considerar las opciones y elegir aquella sin la cual no podríamos vivir. A mí me gusta dibujar, me gusta hacer bisutería y me gusta (bueno, creo, nuestra relación amor-odio todavía no se ha definido del todo) escribir. Pero podría vivir sin dibujar, mal que me pesara. Podría vivir sin Miss Cristal (de hecho, por desgracia, estoy teniendo que hacerlo). Pero no podría vivir sin expresarme por escrito. Y al final uno ha de elegir aquello que va a tener que hacer cada día de su vida, por lo menos durante un periodo suficientemente largo como para alcanzar cierto grado de maestría. Y seguramente tendrá que conformarse con trabajos remunerados relacionados (edición, corrección, redacción, etc.), porque, atención atención, sorpresa sorpresa, escribir no da de comer (corregir y redactar tampoco, pero esa es otra historia).

Es muy difícil decirle a una chica de diecisiete años que tiene que buscarse una carrera con salidas, o por lo menos una variante de lo que le gusta que le permita pagar un alquiler y tres comidas diarias. Es descorazonador a veces ser práctico y realista. Pero también creo que es perjudicial este idealismo barato que nos venden, este “persigue tu sueño y se cumplirá”. Porque los sueños muchas veces no se cumplen, sobre todo si son abstractos y no tenemos muy claros exactamente cuáles son ni el camino que hace falta para llegar hasta ellos, que suele ser largo y repleto de obstáculos desagradables. Van contra las leyes de la estadística, simplemente. Todos los escritores no pueden ser superventas, no hay suficientes lectores para ello. Todos los ilustradores no pueden ser megafamosos dibujantes de cómics, porque no hay suficientes compradores de cómics diferentes. Los sueños están muy bien, pero al mercado le importan poco. Creo que tenemos que intentar ser inteligentes, perseguir nuestros objetivos sin dejar de lado los fríos y terribles datos, la fría y terrible realidad. Y la industria editorial, por alguna razón que desconozco, ha promocionado desde siempre la noción romántica de escribir, la visión glamurosa del autor de éxito. Ha vendido escribir como algo bonito. Muchos estaréis en desacuerdo conmigo (sé que hay personas que disfrutan escribiendo y de todo lo que el acto implica), pero si tuviera que definir con una sola palabra el hecho de escribir, bonito sería la última que utilizaría. Bonito es hablar con lectores en una caseta de la feria del libro. Pero antes de eso (y después) hay un proceso tortuoso del que muchos no son conscientes.

Esto es lo que me habría gustado decirles a las personas que me preguntaron aquel sábado en la caseta 168 de la Feria del Libro. Probablemente dije alguna chorrada sin mucho sentido y estoy segura de que sabrán perdonarme. Sea como sea, espero que disfruten de El fin de los sueños. Porque va siendo hora de dejar atrás los sueños y empezar a pelear como locos porque la realidad nos ceda un pequeño espacio propio, un espacio donde podamos conseguir lo que nos propongamos de una manera justa, donde podamos llevar con orgullo las medallas de lo que hemos tenido que sacrificar para llegar hasta donde estamos, donde nos demos cuenta de que lo importante es el proceso, no la meta en sí.

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Imagen por cortesía de Ventrilock / FreeDigitalPhotos.net