Este tema no me gusta, y no es algo de lo que hablaría por decisión propia. Pero como cualquier ejercicio de escritura de este tipo, precisamente en la dificultad está lo interesante.

No me gusta hablar de religión por varias razones. La primera es la misma por la que generalmente no me gusta hablar de política. La religión es algo que nos atañe de manera muy personal y es algo respecto a lo que nos sentimos afectados de manera intensa. Por esto, muchas conversaciones acerca del tema son campos de minas encubiertas, sobre todo con personas con creencias muy arraigadas. No es lo mismo hablar con un agnóstico, o con un creyente de mente abierta, que con un ateo intolerante o con un creyente radical.

Soy atea, en el sentido clásico del término. No considero la posibilidad de la existencia de un ser superior o deidad. Dentro de mi funcionamiento lógico, me resulta imposible. Por supuesto que no puedo probar la no existencia de una deidad en el sentido clásico, judeocristiano, del término. Pero tampoco puedo probar la no existencia de enanos roba-calzoncillos, y a mi juicio son bastante más plausibles que un señor de barba blanca que exige amor y devoción mientras reparte, como diría alguien que yo me sé, «panes como hostias».

Por supuesto hablo de deidades en el sentido tradicional de la palabra. Sí que tengo algunas sospechas personales acerca de conceptos como la conciencia colectiva o universal, algo con lo que, sin llegar a creer, puedo simpatizar. No creo que toda esta energía, toda esta pasión, venga de y se dirija hacia la nada. Y si es así, tampoco me importa. En el momento en que uno no tiene fundamentos trascendentes impuestos es libre de crear su propia forma de vida.

Y no, esto no siempre ha sido así. Después de todo, recibí una educación religiosa muy conservadora. Afortunadamente, mi hogar siempre ha sido agnóstico. Mi padre se crió en la Irlanda ultracatólica donde una relación entre un católico y una protestante, por ejemplo, era algo inaudito (y muy peligroso), y ha conocido lo más desagradable de las religiones organizadas (hablando de minas, mi abuela tenía que ir sorteando antipersonales para cruzar al otro lado de la ciudad). Tampoco puedo decir que mi experiencia en un colegio simpatizante con el Opus Dei haya hecho mucho por ponerme a favor de éstas. Sin embargo, confieso que mi mayor motivo, siendo adolescente, para huir de cualquier tipo de fe tradicional, fue el tipo visceral de odio que predica hacia la homosexualidad, considerada poco menos que una enfermedad degenerativa. Es algo que a día de hoy sigo sin entender, al igual que su intolerable machismo y actitud represiva hacia el sexo. O tal vez es que, como aficionada a la historia, a la psicología y al estudio sociológico, lo entiendo demasiado bien, y encontrarse ante una campaña tan tremendamente eficaz e interesada de manipulación a veces desconcierta.

Esto, obviamente, no quiere decir que no respete las creencias ajenas. Muy al contrario. Lo único que pido es que, al igual que no intento convencer a nadie de mi postura frente a lo religioso, me dejen también a mí tranquila.