No estoy muy segura de cómo responder a esta pregunta. No recuerdo quién fue la primera persona que me gustó, más allá de alguna celebridad cinematográfica o del mundo de la moda. Incluso en lo que concierne a mis primeros novietes y líos preadolescentes, no recuerdo que ninguno me gustase en serio, que realmente pensase demasiado en el tema, por lo menos hasta los 17 años o así. Pero era inevitable, mi cabeza estaba llena de X.
Llamémosla X. por respeto a la intimidad, pero la realidad del asunto es que yo estaba completa y atolondradamente enamorada de X., casi desde el día en que nos conocimos. Lo tenía todo, era guapa (pero de una manera particular, nada acorde al canon del momento), avispada y despierta, con un encanto personal que hacía que todo el mundo se rindiera a sus pies. Si alguno de vosotros ve Cómo conocí a vuestra madre, recordaréis un capítulo en el que Ted habla de «la ventana», en referencia a una chica tan perfecta que nunca pasaba más de unas horas soltera, horas que sus admiradores denominaban «la ventana», la muy escasa posibilidad de conseguir su atención. Pues X. tenía su propia ventana, y todo el mundo, chicos y chicas por igual (X. provocaba el efecto Angelina Jolie, aquel por el que una mujer heterosexual decide que hay una mujer en el mundo por quien se cambiaría gustosamente de acera) intentaban colarse por ella. La única diferencia entre el resto del mundo y yo era que yo era su mejor amiga, con sus consiguientes ventajas y desventajas. ¿Ventajas? Obviamente, la cercanía, y poder disfrutar a diario de la presencia de una criatura que se me antojaba celestial. ¿Desventajas? Tener que ver, una y otra vez, a todos los bichos simiescos y desagradables (por lo menos lo eran a mis ojos) que intentaban meterle mano (y que de vez en cuando lo conseguían), mientras yo me veía reducida al hombro puro y casto sobre el que llorar.
Está claro que no era una situación muy recomendable, y aunque me agarré a ésta como una garrapata moribunda, con el tiempo no tuve más remedio que dejarla ir. Los años sanan todas las heridas y también hacen lo impensable, cambian a las personas. La X. que conozco ahora sigue siendo una persona maravillosa pero que, afortunadamente, no despierta en mí los mismos sentimientos, y que poco se parece a la chica que conocí hace tantos años. Claro que también mis exigencias, expectativas y esperanzas respecto a lo que busco en una pareja también han cambiado significativamente. Lo cual es un alivio porque, sinceramente, el amor no correspondido es una mierda enorme y tiene la mala tendencia a envenenar las relaciones que puedas tener con personas a las que les importas realmente y a las que, sorprendentemente, les encantaría violarte salvajemente contra la puerta de la cocina. Lo del hombro casto y puro dejémoslo para las monjas y los asexuales.