Cosas que he aprendido en esta última semana sobre la meditación:

Meditar con fiebre es muy difícil. Con mocos y tos, más todavía (aparte de la incomodidad, está la imposibilidad de realizar una respiración adecuada).
Meditar con niños en la piscina de la casa de al lado jugando a algo indescifrable a voz en grito es imposible.
Encontrar un sitio recomendable, tranquilo, a buena temperatura, es más complicado de lo que parece. Además, se necesita de cierta privacidad, primero por no caer en un ridículo así generalizado y segundo porque si estás tan relajada que no te das cuenta de que se te han caído los tirantes del vestido y del sujetador, no es nada agradable que te pillen en tetas (contrástese, sin embargo, con la sensación de agradable fresquito que proporciona meditar en tetas).

De los seis días que llevo meditando, sólo una de las sesiones (la de ayer por la tarde) ha sido realmente productiva. Generalmente medito por la noche, antes de dormir, pero con el patrón raro de sueño que llevo últimamente por el calor y la fiebre, intento pillar ratos en cualquier momento del día. A pesar de todo creo que la sesión de ayer compensó de sobra. Fue bastante larga (o por lo menos me lo pareció, a lo mejor fueron sólo 15 minutos) pero me dejó con un buen cuerpo que todavía hoy me dura. A veces, si la sesión es muy buena, me acaban llegando imágenes y sensaciones físicas (debe de ser por el exceso de oxígeno al cerebro, que te deja un tanto tocado), y durante un tiempo me sentí como si alguien me estuviera abrazando y besando. Fue una sensación muy intensa y tremendamente placentera, más de afecto que sexual (aunque algo de eso también había). Un poco como un sueño lúcido, supongo (y no, ayer ya no tenía fiebre, así que descartamos delirio). O a lo mejor simplemente me siento un poco sola y es mi cerebro intentando compensar y blablabla. Sea como sea, fue una experiencia muy positiva.