A veces el mundo parece dividirse entre los que estamos a un lado del teléfono y los que están al otro. Como ya curtida telefonista, creo que me irrita el doble que a los demás la mala atención al cliente, al igual que me irrita más que a la media un libro mal escrito o mal traducido. Curiosamente puedo identificarme con el cliente y con el que atiende al cliente, lo que me convierte en observadora privilegiada.

Mis familiares, amigos y clientes dicen que soy encantadora al teléfono, y que tengo una voz dulce y estupenda. Agradezco de veras que sean tan amables (la locución por radio y dar conferencias y charlas a diestro y siniestro ayudan a tratar con los demás de manera pública), pero a veces debería ser antipática y desagradable, o por lo menos un poco más cortante. Una actitud amable puede incitar al cliente a aprovecharse, a tomarse determinadas confianzas; pero por otro lado también puede granjearte estupendas amistades. Supongo que todo es cuestión de saber dónde están los límites con cada interlocutor.

Tal vez precisamente por esto no entiendo la falta de educación, claridad y honestidad de los empleados en atención al cliente. Lo de la honestidad, claro está, no depende de ellos, sino de las políticas más o menos sinceras de sus empresas. También comprendo que el estar muy mal pagado, a base de comisiones ridículas y soportando a un jefe del infierno tiene que ponerte de mala hostia como mínimo. Últimamente la virtud que más aprecio en un asesor telefónico es la claridad y la precisión, la habilidad de ahorrarme tiempo innecesario repitiendo y explicando cosas de manera enrevesada y absurda. Y confieso, para mi vergüenza, que empiezo a encontrar un oscuro placer sádico al colgarle el teléfono o contestar de mala manera a un telefonista impertinente.