Vamos a la cafetería. Hablamos de lo mal que huele la gente ahora que todo no apesta a tabaco. Me pregunto si tanto escribir artículos sobre literatura y poemas sobre violencia me está dejando sin palabras. Seca, o tal vez es mi yo habitual, el que suele necesitar una cerveza para abrir el canal de la verborrea. ¿Ha sido mi día interesante? ¿Es interesante el hecho de que aquí me siento a gusto, en casa? Paseo por la calle habitual y en menos de cinco minutos ya me ha parado un desconocido para opinar sobre el color de mi pelo, quince segundos más tarde lanzo besos a una furgoneta que pasa volando, en la que reconozco a un amigo deseándome Feliz Año Huevo. Anoche una persona con la que apenas he cruzado dos palabras me llama por mi nombre. Nos encerramos en nuestras aburridas salidas al bar de siempre, mientras sigo rumiando acerca de versos y sexo. Sobre todo sexo, últimamente me encandila más que de costumbre. Se me hace tan extraño el acto de lo sexual en sí, el paso del conocimiento a lo físico, el lugar más allá de la amistad, que empiezo a pensar que nunca ha existido, que sólo es un figmento de mi imaginación. Mis ingles se mezclan con hilos de cobre y pirita manchada, los diseños bailan en mi cabeza junto con el deseo, en sus semejantes pero retirados compartimentos. El tiempo pasa demasiado deprisa y las posibilidades, como siempre, me aturden. Me pregunto cuánto costará salir de este caparazón de inercia, y si lo conseguire algún día. Nos vemos en la cafetería.