Sesenta euros. Sesenta euros para un viaje de una punta de la península a otra. Quién nos habría dicho hace diez años que podríamos viajar en avión por un precio tan ridículo. Una hora y media de viaje para un trayecto que en autobús rondaría las quince horas. Un vuelo con la compañía low-cost con peor fama de Europa, conocida por sus condiciones abusivas para con clientes y empleados, por su chillona página web con gastos administrativos hasta por refrescar el navegador, por su política de fastidiar a otras compañías con sus aterrizajes de emergencia y por su muy limitada mecánica de seguridad. Aun así, son sesenta euros para realizar un viaje que, de otra manera, mi ajustado bolsillo no me permitiría.
A esos sesenta euros hay que añadirles unos 43 euros más si tu cinta de medir no es totalmente eficiente y se te escapa un milímetro a la hora de utilizar una maleta de cabina. Si esa maletita o bolsa no entra “cómodamente” en la jaula, olvídate de llevarla a bordo. He cambiado mi monísima maleta resistente con estampado de vaquita por una barata bolsa de viaje que mide exactamente un centímetro menos de ancho, para no tener que ponerme demasiado nerviosa en la hora que me toca esperar para entrar al avión (nuestros asientos no van numerados, así que si quieres pillar un asiento que tenga espacio para tu bolsa en el armarito de la cabina, más te vale entrar de los primeros). La primera vez que volé con ellos, llevaba tacones. Ahora voy con deportivas. Su CEO asegura que quiere convertir la experiencia, antaño lujosa, del vuelo aéreo, en una forma de viajar más parecida al autobús o a otros medios similares. Pero para coger el autobús no tengo que esperar una hora, ni pelearme a codazos con pasajeros estresados para coger sitio, ni meter mi maletita en una jaula. Y generalmente el conductor sabe lo que se hace.
Lo malo de meter ropa y efectos personales (los de higiene y cosmética, por supuesto, en recipientes de 100 ml) en una maletita minúscula (facturar una maleta cuesta unos 30 euros más) es que no me caben libros. Adiós a mi última tapa dura de Pratchett, adiós a esa edición preciosa de Julian Barnes, adiós a mi tocho de bolsillo de George R.R. Martin. ¿Y qué me queda? Pues un cómodo, ligero y esbelto lector electrónico donde cabe exactamente lo mismo (por el mismo precio, nada de grandes rebajas por tratarse de edición digital) y del que puedo disfrutar en la hora y media de publicidad a voces que emite la compañía aérea. El e-reader es un préstamo, a pesar de su notable bajada en los últimos tiempos, la media de precio del lector electrónico sigue siendo superior al de un teléfono móvil de calidad media, un videojuego de última generación o incluso un netbook en condiciones. Y una tiene sus prioridades.
Está claro, los vuelos de bajo coste son, en gran parte, responsables de la revolución digital. Y no hay mucho que podamos hacer al respecto. La nostalgia, el olor del papel, la satisfacción de pasar las páginas a mano… poco pueden hacer ante la necesidad de un lector que acaba de adquirir un vuelo Málaga-Valencia por menos de treinta euros (sin IVA).