Cuando Douglas Adams no era más que un jovencillo inquisitivo que se preparaba para entrar en Cambridge, uno de sus profesores le concedió el único 10 de su carrera en la asignatura de escritura creativa. Adams se refirió a este 10 como algo que recordaría toda su vida, especialmente cuando se encontraba con el temible writer’s block, ese horrendo bloqueo mental a la hora de escribir que puede llevarnos hasta la desesperación.

Llevaba unos días atascadísima con un relato, sabiendo que iba a alguna parte pero sin saber hacia adónde. Y esta mañana, mientras iba andando al trabajo, de repente me ha venido, poco a poco, con tanta intensidad que he tenido que pararme en medio de la calle, sacar un papel y un boli (suerte que siempre llevo en el bolso por si acaso: lo peor de que me robaran el bolso hace un par de semanas fue que se llevaron una libretita donde voy apuntando todas estas cosas) y escribirlo antes de que se me olvidara. Cuando llega un final de esos que te parecen perfectos para un relato, que lo conforman y dan sentido, te sientes feliz. Y he llegado al local sonriendo como una gilipollas.

No he tenido ningún momento de esos determinantes como Douglas Adams, ningún profesor me ha dado el único 10 de toda su carrera, no tengo ningún recuerdo preciso que me otorgue confianza a la hora de escribir. Pero qué más da, en el fondo al único lector al que tengo que convencer es al más terrible de todos los críticos: yo misma.