Recientemente me he descubierto controlando lo que digo. No me refiero a controlar lo que digo por si es inconveniente, ofensivo o simplemente tonto, sino a controlar lo que sale de mi boca en relación a lo que pienso, ya que la palabra es, tantas veces, sintomática de un estado mental.

Esto va en relación, también, con las personas con las que me rodeo. No quiero rodearme más de pesimistas ni de quejicas, del mismo modo que estoy intentando seriamente que no salga nada de mi boca pesimista ni quejica (he dicho intentando, eh, esto no implica que de vez en cuando se me olvide y meta la pata). Las personas pesimistas y quejicas fomentan mi propia tendencia a la carga negativa. Hace poco tuve un momento de esos reveladores, en los que me di cuenta de la frecuencia con la que elegimos a personas que tienden a hundirnos, a ser un reflejo de nuestro peculiar estado de ánimo quejumbroso. Tengo una amiga que, siendo muy joven, es una de las personas más emprendedoras que conozco. Es guapa, simpática y viste estupendamente. También tiene un poco de sobrepeso, o por lo menos lo tiene si nos fijamos en las leyes actuales del canon y etc (vid. post sobre Teer Wayde). Hace unos meses fuimos de compras, y ella se paraba con las faldas más cortas, los shorts más reveladores y… ¡shock!, camisetas de rayas horizontales (sí, las mismas que nuestras mamás nos prohibían porque «las rayas engordan»). Hubo un momento en que me enseñó una minifalda en algún color pastel y me dijo que seguro que me quedaría bien. Mi respuesta, totalmente automatizada, fue «qué va, ese color me queda fatal y las minifaldas me hacen un culo enorme». Con la mayoría de las chicas que conozco, la reacción habría sido de asentimiento y pasar a la siguiente prenda (de todas formas ninguna de ellas me habría sugerido que me probase algo así), sin embargo en la cara de mi amiga sólo vi una especie de incomprensión, un fruncimiento de ceño como si le hablase en otro idioma. De repente me di cuenta de que estaba hablando con una persona que llevaba puesta una minifalda más corta que la que me enseñaba, y que seguramente tenía el culo más grande que yo. Y a la que le quedaba realmente espectacular.

Esto no tiene nada que ver con que esta chica fuera más grande o más pequeña, más alta o más baja, con el culo del tamaño de un biplaza o más chiquitito que el de una modelo de Victoria’s Secret. Tiene que ver con el hecho de que en su cabeza no entraba el concepto de autocrítica al que saltamos tan deprisa la mayoría de las mujeres. Tenemos miedo a que se nos considere engreídas, y por esto recurrimos a una falsa modestia que, de tanto repetirse, acaba haciéndose cierta en nuestra cabeza. No quiero decir con esto que aprecie a las mujeres que andan todo el día echándose piropos, sobre todo porque en el 90% de los casos se trata de un intento de compensar lo que uno considera que no recibe de los demás. Pero hacía tanto tiempo que no conocía a alguien para quien la falsa modestia o la necesidad de compensación no fuese un hábito, que me hizo plantearme seriamente algunas cosas.

Y la respuesta está en las palabras, en lo que decimos. No es sólo que de lo que pensemos salgan las palabras, sino que también funciona el proceso al revés. Si repetimos las suficientes veces «soy fea», «soy incapaz», «soy inútil», inevitablemente acabaremos pensando precisamente esto. Tampoco es plan de repetirse, cual mantra, «soy guapa», «soy maravillosa», «soy genial», porque simplemente queda artificial y forzado. Creo que se trata más bien de capturar los pensamientos negativos antes de traducirlos a palabras y mordernos la lengua con fuerza. No se trata de tragarse el «soy fea» y sustituirlo por un «soy guapa», se trata más bien de comprarse esa minifalda en un color horrible y ponérsela con los tacones más altos que tengas, la camiseta más bonita que encuentres, y la sonrisa más deslumbrante que poseas. Lo demás vendrá por sí solo.

En otra ocasión hablaré del complicado arte de recibir cumplidos que, al contrario de lo que la mayoría piensa, es bastante más complejo que recibir insultos. But that’s another story.