La calle está levantada formando surcos intransitables y mosaicos deshechos. El cielo brilla. Tú y yo nos besamos junto a las madres que beben café. El Passat mercurio tiene las ventanas traseras tintadas en un amago de seguridad. La pastelería está cerrada. Reímos. Cada gesto muestra una arruga de miedo del uno hacia el otro. Espera un día más sin nubes pero con algo de lluvia. Yo sueño y los colores se transforman.
En algún lugar hay un momento libre, un segundo desencadenado, que nos enseña nuestra verdadera esencia. Depende de los grados de alcohol por sangre, y de nuestro propio conocimiento de nuestra debilidad. En algún lugar me recuesto y sonrío, fingiendo que existimos en una dimensión real. Tal vez ese día nunca llegue y luego nos enfrentemos desnudos a la nada. Por si acaso me pellizco, buceando en este páramo de frontera.
ya me gustaría que alguien escribiese alguna vez algo así pensando en mi contraparte. qué gustazo de apego a la literatura, esto es, a la felicidad por la elegancia. 🙂
Bello
Llevo tanto tiempo intentando hablar de la brecha, de la marea que cubre de alternativa a lo existente, y todavía no lo he conseguido (ni creo que lo haga jamás). Putada.
Porque no tenemos verdadera esencia. Porque sólo somos lo que somos en cada instante. Es decir, sólo somos una frontera, inestable como todas. A punto de caer al siguiente instante.
Eso si no nos ponemos místicos 🙂
Creo que ahí le has dado, Juan Antonio. Es porque no somos trascendentes (y no veas el miedo que da eso).
Juan Antonio, qué bien descrito 🙂
Precioso, Gabriella.
claro, pero quizá el ser que inventó el concepto de trascendencia (esto es, nosotros mismos) sea el único qeu tenga la capacidad para serlo. o al menos para apreciarlo en el otro o en lo otro, que ya es bastante.
yo, con eso me conformo. 🙂