Siempre me gusta ir a Madrid, aunque en esta ocasión haya acabado en una gastroenteritis que me tuvo pegada a la cama durante unas 24 horas bastante desagradables con su consiguiente estancia alargada de hotel. Es imposible no quedarse con las cosas buenas, que suelen derivar de la fantástica compañía de la gente excelente que conozco en la capital.

Aquellos que me conocéis muy de cerca sabéis que soy bastante tímida, aunque a veces procure esconderlo con una buena dosis de extroversión excesiva. Y además tengo cierto pánico a la gente más o menos famosa. Parece que últimamente me ha tocado una cuota más de lo habitual de este tipo de persona: desde un Álex de la Iglesia que apareció en una cena en Barcelona hace un mes hasta formar parte de una mesa redonda hace unas semanas en Málaga en la que participaba José Carlos Somoza. Pues no es para tanto, diréis vosotros, son personas como cualquiera. Yo qué se, padezco de starphobia o algo por el estilo.

Pero el otro día, en la feria del libro de Madrid, me crucé con la Infanta Elena. Quiero decir, literalmente, que pasó justo a mi lado, saliendo de entre las casetas con un grupo de acompañantes, justo hacia donde estaba yo. Me di cuenta de que era la Infanta al cabo de unos segundos, tras esa sensación rara de «conozco a esa señora, ¿de qué la conozco?» (eso y el tipo altísimo, cuadrado y bien vestido que iba unos pasos detrás de ella eran signos inequívocos de avistamiento de realeza).

Y me importó poco, de hecho nada. No porque sea antimonárquica (que también), sino porque en esos momentos yo andaba lloriqueando de la emoción de tener un libro* firmado por el mismísimo Miguel Ángel Martín, que además había tenido la amabilidad de hablar conmigo mientras me hacía un dibujito, aunque debió de pensar que era tarada perdida, debido a mi incapacidad para expresar nada que fuera mínimamente coherente. He llorado de felicidad como una niña chica que se ha comprado la Barbie más grande y guapa de la tienda. Qué le vamos a hacer, siempre he sido más de escritores gore que de princesas, y si no que se lo pregunten a mi pareja, también creador de monstruos y fantasmagorias, al que saqué de su propia caseta para abrazarlo como una gilipollas, alejándolo, a su vez, de su tarea de firmarle a gente que ha crecido con sus libros, libros que han marcado sus sueños, inspiraciones y pesadillas. Como me ocurrió a mí cuando leí por primera vez Rubber Flesh, en el Víbora, hace ya más de diez años.

*El libro en cuestión es Playlove, muy muy bien editado por Rey Lear, y os lo recomiendo. Tal vez el prólogo de Hernán Migoya no sea el más adecuado (en mi opinión es un tanto simplista y pierde un poco de vista la tristeza y abandono de la historia para dar sus propias opiniones sobre la determinación de los sexos). A mí me ha resultado una experiencia melancólica, no tanto acerca de la diferencia entre hombres y mujeres y el significado de la (in)fidelidad, sino sobre los diferentes discursos que usamos para relacionarnos y el narcisismo que subyace en ambos sexos, a veces, bajo la aparente felicidad de los sentimientos y la satisfacción física. A Martín no le hacen falta máscaras de gas ni imágenes de penes mutilados para impactar (aunque claro, eso siempre ayuda).

O a lo mejor es que soy un bicho extraño y no puedo identificarme con esas mujeres necesitadas y monógamas de las que habla Migoya, ni conozco a ningún macho alfa de esos a los que tanto se refiere (en el fondo, los que he conocido que más se han acercado a ese concepto han sido seres inseguros, tambaleantes, heridos, que sólo tenían éxito con mujeres inseguras, tambaleantes, heridas). Tampoco creo que ninguno de los personajes de Martín encaje del todo en esas categorías. Las mujeres de Playlove son egoístas, a la vez que asumen y esperan el engaño. El macho alfa es un superhombre solitario que encuentra placer en el juego de la violencia, al mismo tiempo que procura otorgarle a cada mujer aquello que esta realmente cree que necesita. No puedo empatizar con ninguno de ellos, pero, a la vez, qué frío y serio se queda el mundo cuando el libro acaba. Cuánto hay detrás de ese dibujo y guión sencillo y aséptico. Tal vez ahí radique el secreto.

Creo que con el tiempo me cuesta cada vez más reconocerme en lo que todos quieren definir como mujer, y me cuesta más identificar lo que todos quieren definir como hombre. Reconozco los paradigmas, sí, los modelos. Hay muchas mujeres que encajan a la perfección con los estereotipos, y muchos hombres. Creo que me rodeo de personas que se alejan, poco a poco, de esas clasificaciones. No digo que el sexo se difumine, en una especie de androginia artificial, sino que cada vez nos importan menos determinadas convenciones. No lo sé. Tal vez sólo sea eso, mi propia percepción en un mundo cerrado de personas que me hacen feliz. En cualquier caso, comprad el libro y juzgad por vosotros mismos. En el peor de los casos, le estáis dando de comer a un artista.