La mayoría de las personas no tienen ningún problema para hablar con desconocidos a nivel individual, pero sienten pánico ante la idea de tener que hablar ante una sala llena de gente. En mi caso se presenta una inversión surrealista de esa premisa: no tengo ningún problema en hablar en público, sin embargo la idea de acercarme a alguien a quien no conozco e iniciar una conversación me aterra.

De pequeña tenía pesadillas con la simple idea de tener que ir a una tienda yo sola a comprar algo. Mis padres intentaban forzarme a hacerlo, con la idea de que con la práctica se me quitaría la tontería, y yo les odiaba por ello. Gracias a muchas clases de teatro, unas prácticas en radio que consistían en perseguir a gente por la calle para preguntarles cosas y cubrir plenos de ayuntamiento, organizar Hispacones y el hecho de tener por narices que ir muchas veces a tiendas yo sola, mi timidez en ese sentido ha disminuido. Pero aún me cuesta horrores llamar por teléfono, hablar con un desconocido o presentarme a alguien (y no hablemos de repartir propaganda, ahí sí que lo pasé francamente mal).

Por otro lado, la idea de dar una conferencia, actuar en una obra o presentar un acto me es indiferente, hasta me gusta. Debe de ser porque ahí soy un personaje, no soy yo, y si me juzgan, juzgan a mi personaje, no a mí. Sale a relucir un lado de mí misma que no conozco apenas, un lado algo payaso y extrovertido.

El caso es que esta tarde tenía pensado acercarme a un par de tiendas para intentar venderles algunos collares. Una amiga ya hace esto por mí y siempre vuelve cargada de pedidos y con unas cuantas ventas, así que sé que es algo plausible, pero hay una parte de mí que sospecha que se van a burlar, que me van a poner cara rara y acusarme de venta ambulante chunga. Y qué queréis, el tema me da cagalera.

Leyendo: Guerra Mundial Zombie, de Max Brooks.
Escuchando: Los ventiladores de los ordenadores.