Tras ganar un concurso local para estudiantes, Jack McDevitt se sentía bastante contento y confiado. Entonces se leyó David Copperfield, y se dio cuenta de que nunca conseguiría escribir al mismo nivel que Dickens, y dejó de escribir. No volvió a hacerlo hasta que pasaron 25 años, años en los que estuvo en la Marina, condujo un taxi y trabajó para el servicio de aduanas. Un día, cansado de lo repetitivo de su vida en aduanas, su mujer le sugirió que escribiera un cuento de ciencia ficción (su experiencia en el mundo burocrático le había proporcionado bastante material para ello), y desde entonces no ha parado, siendo unos de los escritores actuales más laureados del género.

Yo soy un poco como McDevitt. Sacar un libro de poesía fue muy difícil tras leer la nota de suicidio de Thompson, e intentar escribir prosa tras leer a Ishiguro ya es directamente suicida. Pero la idea de abandonar la creación literaria durante 25 años se me hace extraña. Aunque el género cambie, sigo intentándolo, da igual el porqué, ni la consecución, ni el final, ni el caos que intento ordenar en bonitos compartimentos de amor/sexo/felicidad/arte/salud/tiempo/sueño que rebosan y se destruyen. Ahora soy más feliz, pero menos poeta; antes era un ser triste, pero tremendamente productivo. Ahora hago mosaicos y collares, porque parece que hablan más mis manos que mi cerebro. Aparecen músculos donde antes no los había, minutos insospechados que me eran desconocidos, y hago listas de cosas que hacer antes de los 30.

El tiempo está en mi contra. Que te jodan, tiempo. Yo sé que, en el fondo, ni siquiera existes.