Ha sido un fin de semana muy ocupado con la visita de Cocó Violante, lo que implica una retahíla de tiendas, paseos, bares, barbacoas y tacones altos, todo mezclado en un torbellino de horas ultra-femeninas. Apenas he tenido tiempo de trabajar un poco esta mañana, ya que ahora me toca comer corriendo, arreglarme un poco y salir pitando a Granada, donde tengo que realizar los correspondientes papeleos para decirle adiós a Parnaso, ya de manera oficial. Y digo oficial porque a nivel práctico todavía quedan mil cosas por hacer, y parece que no terminarán nunca. Tengo ganas de cerrar la puerta de una vez y poder pasar a otros proyectos que ahora empiezan a tirar de mí en otras direcciones. Aquí en la Costa corre una brisa fresca hoy, seguramente la echaré de menos en cuanto me sumerja en el pozo de calor que es Granada siempre a estas alturas de año.

Nunca me queda muy claro si formo un poco parte de Granada o no. En cuanto llego los pies se me llenan de ampollas, la piel se me parchea y el pelo pierde vida. En contraste con las extrovertidas turistas en bikini de la costa, las estudiantes delgaduchas y tapadas me deprimen; la seriedad de los autobuses, con personas sudorosas y enlatadas, me entristece. Además, Granada no es mía, es el territorio que una vez compartí con otros, y ahora les pertenece sólo a ellos. Siempre significa enfrentarse al pasado, buscar con la mirada el mar y sólo ver montañas, observar la belleza imparcial de los edificios que se burlan de mí en su antigüedad. A diferencia de hace unos 12 años, cuando pisé la ciudad de la Alhambra por primera vez, ya no veo aquí mi futuro, sólo huellas de lo que era importante para mí antes, en un tiempo diferente, tal vez más oscuro. El presente, increíblemente luminoso y refrescante, me grita, emocionado, desde debajo de la arena.