Una conversación que tengo con frecuencia es aquella que se centra en las diferencias entre trabajar para uno mismo o para otros. Principalmente, el tema es el horario. Aquí estoy, a las cinco menos cuarto de la madrugada, terminando un artículo y preguntándome si me merece la pena acostarme o seguir levantada para poder aprovechar algo de la mañana de lunes que siempre es caótica (los lunes deben de ser el día en que todo el mundo se pone las pilas y quiere que todo se haga para ayer).

Seguramente, si me hubiera levantado esta mañana a las siete, en vez de quedarme en la cama hasta las once, y me hubiera quedado trabajando, almorzando delante del ordenador en vez de haberme ido a una barbacoa en algún rincón perdido de Coín, estaría ya soñando con los angelitos o, en su defecto, con edificios, una vuelta al cole o algún tema recurrente de mis mejores momentos oníricos.

Pero pese a que seguramente trabajo más que cualquier persona cuyo horario no va más allá de las ocho horas marcadas por el cartel de «abierto» y «cerrado» de una tienda, oficina, o lo que sea, reconozco que adoro esta libertad. Adoro levantarme a las seis de la mañana para jugar al WoW, y matar unos cuantos silítidos mientras desayuno, antes de decidirme a abrir mi bandeja de entrada para mirar el email. Adoro poder decir «¿y por qué no?» cuando alguien me invita a tomar un té, sabiendo que significará que me acostaré más tarde, pero mejor eso que perderse un buen rato de conversación (acompañado habitualmente de confección de bisutería o de poemas, cada vez me estoy volviendo más multitarea).

Sin embargo ya no adoro mi trabajo, reconozco que horas y horas de revisar, editar y maquetar textos ajenos se me hace pesado, muy pesado. Y no empezaré siquiera a hablar de responder cientos de emails, llamadas de teléfono (el teléfono y yo no nos llevamos muy bien, aunque suelo disimularlo) y resolver el último problema megaurgente que suele estar relacionado con libros que no llegan a tiempo, libros que se pierden por el camino o libros que, sencillamente, han decidido que me odian. Aborrezco la sensación de ahogo, la náusea y el encogimiento de estómago justo antes de abrir, a primera hora, esa temible bandeja de entrada.