La productividad tiene mala fama.
En una reunión de vecinos, la productividad sería ese señor desagradable al que se le seca la saliva en la comisura de la boca y que siempre se queja de las cagadas de tu perro. Tú recoges esas cagadas religiosamente, pero todo el mundo respeta y soporta a ese señor porque es el único que se atreve a llevar las tareas de tesorería y lidiar con los técnicos del ascensor.
Suena mal, es cierto. No tengas vida, sé productivo. Olvida a los demás seres humanos, olvídate de ti mismo y céntrate en la tarea obsesiva y agotadora de formar parte del engranaje de un producto.
En cierto modo, esta fama es merecida. Ese vecino nos cae fatal. Es fácil asociar productividad a un sistema donde trabajar es lo único importante; un sistema donde, además, encontramos casos frecuentes de abuso, remuneración insuficiente (o nula) y exceso materialista. Si este concepto de la producción vacía y cruel lo vinculamos a lo artístico, tenemos una bomba entre nuestras hermosas manos escritoras (y quien dice nuestras dice tuyas, que yo tengo las uñas sin hacer).
Pero hoy no vengo a hablar de la glorificación del trabajo y de todo lo que eso conlleva, sino de algo mucho más sencillo: el problema de no llegar. El problema de la pereza. El problema de la distracción. En suma: el problema que aqueja a los que saben que tienen que llevar a cabo una serie de tareas para alcanzar sus objetivos personales, pero no lo consiguen.
No hablo de personas que físicamente no pueden. Personas con enfermedades crónicas o con ocho niños asalvajados a los que cuidar. Habrá quien te diga que puedes con todo y que lo que te pasa es que te inunda la vaguería, pero sabemos que eso no es así (y ya verás cuando lleguemos al punto 13 y hablemos sobre el tema). No, no, no, no, no. Si estás en ese grupo, tienes preguntas más importantes que hacerte antes de lidiar con este artículo, como: ¿cuál era el número de urgencias para cuando Rodrigo Jaime se abre la cabeza? o ¿conseguiré hoy salir de la cama y llegar hasta la ducha? O, tal vez, tú también eres víctima de la terrible obligación de actualizar tu cuenta de Instagram, esa cuenta donde te esperan 321581 seguidores:
Uf, ¿que eso era hoy?
Pero yo te estoy hablando a ti, sí, tú: persona que abre Facebook y descubre, cinco horas después, que hoy no ha hecho nada. Te estoy hablando a ti: persona que trabaja de sol a sol para descubrir, con desaliento, que no ha conseguido terminar nada de importancia. Ambos escribís, ¿no? O, por lo menos, queréis escribir. Y no entendéis dónde se os ha ido el tiempo, el día, la semana. La vida.
Quiero hablar de las razones por las que esto ocurre. La razón por la que pasa un año y te preguntas qué fue de todo aquello que querías alcanzar. Trabajes en oficina, en casa o en el pico de un monte nevado, probablemente te encante pensar que todo es una cuestión de disciplina y de saber organizarse.
Creo que mientras sigamos pensando que todo es disciplina y organización, seguiremos perdiendo el tiempo.
Estas son mis razones. Y digo mis, porque he caído (y sigo cayendo, aunque menos) en cada una de ellas. Sé que no soy la única.