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El duque de Sajonia-Coburgo-Saalfeld decía que estaba hecho de cristal. Desde pequeño había tenido este convencimiento, y había evitado cualquier situación de peligro: no jugaba a la pelota con sus primos ni cazaba con su padre, temeroso de tropezar y hacerse pedazos. Decía, además, que era incapaz de sentir ni de amar, ya que su corazón también estaba hecho de vidrio.

Llevaba siempre ropa especial, hecha para él a medida, encargada a los mejores talleres de Coburgo. Sus trajes iban almohadillados y reforzados, para protegerlo de una posible caída. «No quiero convertirme en mil esquirlas», contaba a los que lo rodeaban, que sacudían sus cabezas en privado y asentían, sonrientes, delante del duque.

―Puedo haceros un corazón de carne ―le dijo Elia, una joven que nadie conocía, un día de verano. El verano era terrible para el duque, que sudaba y sudaba. Aseguraba que esto era porque los rayos de sol se recalentaban dentro de su cuerpo de vidrio.

―¿Un corazón de carne? ―al duque se le dibujó una gran sonrisa en el rostro―. ¿Y eso me permitirá amar, sentir, desear?

―Mejor que eso ―respondió Elia―. Os dará coraje, valor, fuerza. La valentía necesaria para lidiar con las emociones que llegan con un corazón: odio, miedo, sospecha.

Aunque sus consejeros desconfiaban de la joven recién llegada, el duque estaba convencido. Quería, no, necesitaba un corazón de carne.

―Solo tenéis que dormir ―explicó Elia―. Y yo os abriré y cambiaré vuestro corazón de cristal por uno de verdad.

―¿Eso no es peligroso? ―preguntó Ana, hija del duque y de su primera esposa.

―Oh, no, en absoluto. Como el duque es de cristal, no sangra ni escapan humores de su cuerpo. Será limpio y rápido.

La corte no parecía muy entusiasmada, pero el duque era tozudo e insistía: se dejaría operar por aquella joven desconocida. Quería su corazón de carne.

Nadie vio la operación, a nadie se le permitió entrada en los aposentos del duque durante un día entero. Familia, amigos y sirvientes recorrían el pasillo desesperados, delante de su puerta, seguros de que encontrarían un cadáver al abrirla. Mas la palabra del duque era ley y debían acatar su mandato.

Al día siguiente, el duque salió de su habitación con las mejillas sonrosadas. No habló a nadie de la operación, ni dio explicación alguna. Solo repetía, algo aturullado, que ahora tenía un corazón de carne. Y lo maravilloso, explicaba, era que la sangre que bombeaba ese corazón poco a poco estaba convirtiendo el cristal de su cuerpo en algo diferente, algo más real. Podía tocar, podía degustar, podía reír y llorar. El duque se estaba haciendo de piel, músculo y hueso.

Al cabo de unas semanas, el hombre de confianza del duque, Martín de Brunswick, pidió audiencia con Elia, a quien el duque había cargado de oro, plata, joyas y tierras.

―Sé lo que eres ―le dijo Martín, y la miró con rabia, con frustración―. Y has roto la ley principal: no interferir.

Elia lo miró con asombro.

―No sé de qué me habláis.

―El duque se ha pasado tres semanas vomitando, no mantiene relaciones ni con su esposa ni con su amante, y ha empezado a quitarse esa ridícula ropa almohadillada. Aquí no hay operación que valga. Lo que ocurre es que lo estás atiborrando de antidepresivos.

Elia parecía realmente confundida.

―Señor Martín, os prometo que no entiendo ni una palabra de lo que me decís.

Martín suspiró, irritado.

―No te hagas la tonta conmigo. Eres lo mismo que yo, una viajera en el tiempo. Y has decidido que ibas a curar al duque gracias a la medicina moderna. No sé cómo ni por qué, pero estoy seguro de que sabes que eso no solo está prohibido, sino que es peligrosísimo para la estabilidad del espacio-tiempo.

Elia abrió la boca y permaneció unos segundos así, en silencio, sus ojos azules brillantes y el cuello rígido. Cerró la boca de golpe, aturdida. Metió la mano debajo de la larga capa de terciopelo que la cubría, y sacó de entre sus telas una cajita de madera.

―Miradlo vos mismo.

Martín abrió la caja y sus piernas temblaron, hasta el punto de que casi perdió el equilibrio. Era imposible, y sin embargo allí estaba, frente a él, dentro de una cajita forrada de seda. Un diminuto corazón de cristal.

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Para los curiosos: el delirio de cristal existió. Fue un fenómeno que se dio entre varios personajes de la alta sociedad europea entre los siglos XV y XVII.
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Imagen por cortesía de dream designs / FreeDigitalPhotos.net