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Las criaturas cayeron sobre el Fearless con gracia y sigilo. Eran años de práctica, años de aterrizar sobre arena, mar y roca. Nunca vistas, invisibles, excepto en algún evento descuidado que aparecía en programas de madrugada en boca de presentadores trasnochados a quien nadie hacía mucho caso.

—Rodesia —dijo una de ellas, la más alta. Extendió las alas, estiró los brazos y miró a su compañero con los ojos entrecerrados, todavía afectados por el sueño.

Su amiga se encogió de hombros, y con el gesto sus alas, recogidas, se elevaron a la par.

—Algo así. Momentos importantes en la historia de la humanidad, blablablá.

—No estamos aquí para eso. Ni que fuéramos cronistas.

Nadie las vio atravesar la cubierta del buque. Los hombres que vigilaban no eran capaces de percibir el movimiento rápido y silencioso de las bestias. Siempre había sido así, incluso en un tiempo de cámaras y televisión y programas de madrugada con presentadores trasnochados a quien nadie hacía mucho caso.

—¡Date prisa! —susurró la criatura más alta. La presencia de seres humanos siempre la ponía nerviosa. Eran repugnantes, con sus cuerpecillos rosados o negros y esas extremidades finas y ridículas. Se estremeció. La idea de poder entrar en contacto con esa piel suave por error o casualidad hacía que se le levantaran las escamas.

—Ya voy, ya voy. —Su compañera le dio un giro experto al pomo de la cabina y este hizo un ruido casi lastimero. La puerta crujió y les cedió el paso. Dentro, un hombre soñaba y roncaba sobre una cama estrecha, aún de uniforme.

—No lo despiertes. Odio cuando gritan. Me deshace los oídos —susurró la criatura más alta. Su compañera curioseaba en el pequeño pupitre de la cabina, abría cajones y revolvía papeles.

—Tiene que estar por aquí —murmuró—. ¡Ah, ya lo tengo! —Sacó un cuaderno viejo, sobado. Lo abrió y leyó unas líneas—. Ah, no, esto es para un nuevo pacto de independencia. ¡Aburrido, aburrido, aburrido!

—Venga, venga, que no tenemos toda la noche. Y estar aquí dentro me está dando alergia. —La criatura más alta se rascó uno de sus cuatro codos, ansiosa. Podía oler el vapor, oler el movimiento lento y tedioso del buque.

Su compañera siguió buscando. Cayó una carpeta y rebotó en el suelo de madera. El hombre durmiente tembló, como si parte de él supiera que estaban ahí, pero enseguida regresó a los ronquidos y a la paz de un sueño afable.

—¡Está aquí, está aquí! —agitó otro cuaderno, este aún más viejo y sobado que el anterior. En él, versos de pluma llenaban las hojas amarillentas.

—Aquí, en mitad de la nada, el mejor poeta de todos los tiempos —se lamentó la criatura más alta—. Y nadie lo sabrá nunca.

—Nosotros lo sabremos. —Su compañera tomó el cuaderno y lo hojeó. Se estremeció de placer. Cogió a su amiga de la garra y salieron de la cabina. Fuera, la luna crecía sobre aguas plácidas, quietas.

Levantaron el vuelo y se alejaron del buque. Nadie las vio partir. Nadie supo que se llevaban el único cuaderno con los únicos poemas que quedaban de un capitán viejo, pronto olvidado. El mejor poeta de todos los tiempos.

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Imagen por cortesía de Photokanok / FreeDigitalPhotos.net