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Laura veía hadas en el edificio Howes. La primera vez pensó que se trataba de un insecto, algún tipo de libélula iluminada contra la oscuridad del pasillo cuando apagaba las luces y cerraba con llave la puerta de acceso a la tercera planta. La segunda vez pudo acercarse un poco más antes de que desapareciera y distinguió con claridad la silueta humana que se retorcía en el aire, brillante y esbelta, gracias a un par de alas translúcidas, largas, rápidas y elegantes.

No llevaba mucho tiempo trabajando allí, y pensó que un fenómeno así sería evidente, que sus compañeros hablarían de ello. Pero nadie decía nada, y ella temía mencionarlo por si pensaban que estaba loca. No quería perder su puesto de guarda.

Tampoco le dijo nada a Tim. No hablaban mucho ahora. Él también trabajaba, y Luisa cuidaba de los gemelos. Casi los estaba criando ella, y sabía que eso a Tim no le gustaba, que pensaba que el lugar de Laura estaba con ellos en casa. Pero un trabajo era un trabajo, y querían mandar a los gemelos a la universidad. A Laura le habría gustado ir a la universidad, pero su madre se había quedado en casa a cuidarla y proporcionarle amor en vez de salir a trabajar.

Llegó un momento en que Laura veía hadas casi todas las noches. No parecía que la buscasen, pero tampoco huían si veían asomar su cabeza tras las verjas de cierre de la segunda planta o si escuchaban sus pisadas cuando hacía la ronda por el ático, allí donde se concentraban las tiendas más bonitas y caras. Una vez vio a una parada frente al escaparate de Lacy’s, donde los anillos de diamantes. Lo entendía bien, a ella también la fascinaba el brillo de aquellas sortijas para ricos. Como siempre, el hada desapareció antes de que ella llegase al cristal de tienda, pero estaba allí, la había visto.

Pensó que tal vez podría fotografiarlas, para demostrarle al mundo y a ella misma que no había perdido el juicio. Pero las cámaras eran caras y ni Tim ni ella se las podían permitir. Se le cruzó la idea traviesa de coger una prestada de la tienda de fotografía de la primera planta. Sería fácil: se colaría a última hora, mientras los dependientes se cambiaban en el cuarto trasero, confiados en la honestidad de Laura. Pero ella no había robado, ni cogido nada prestado, en su vida, y no iba a empezar ahora.

Cada vez había más. Volaban inquietas por los pasillos, se perdían en la inmensidad de la sala de reuniones, jugaban a chapotear en los restos de café de los empleados. No eran muy grandes, apenas del tamaño del dedo meñique de Laura. Sus cuerpos eran casi transparentes, como si estuvieran fabricadas en una tela sedosa y finísima, o un cristal maleable, casi líquido. Parecían capaces de aparecer y desaparecer a su antojo, incluso de atravesar paredes y todo tipo de objetos sólidos. En una ocasión una voló a través del hombro de Laura. Durante días sintió allí un leve dolor sordo, como si algo en su carne se hubiera desajustado.

Pero el día en que Momo, el gato que solía rondar por la zona de restaurantes, tuvo una entre sus garras, parecía muy real, muy sólida. Laura se había aburrido de intentar echar a Momo; el felino parecía tener más habilidades para colarse en recintos cerrados que las propias hadas. Cuando vio a la pequeña criatura enganchada a sus uñas, cuando vio el líquido azulado que escapaba de su cuerpo, el minúsculo brazo que colgaba, hecho jirones, del cuerpo mutilado del hada, supo que no se había vuelto loca, que por lo menos los gatos veían también a aquellas criaturas. No sabía qué hacer. Aquello no era un pájaro o una lagartija. ¿Cómo salvaba uno a un hada moribunda?

La tiró por uno de los váteres de los servicios de la segunda planta. Al igual que los peces que tuvieron los gemelos, o el canario verde que Tim rescató de debajo de un árbol pero que murió de todos modos, unos días después.

Nunca volvió a ver un hada. Pero todas las noches tiene sueños acuáticos, en los que nada entre peces de colores tropicales, corales inmensos y tiburones afables. A su alrededor, miles de hadas bailan y ejecutan un número musical, a veces ridículo, a veces hermoso, a veces trágico. Y luego se lanzan todas en picado hacia ella y clavan sus diminutos y afilados dientes en su piel expuesta, y Laura se despierta gritando, aterrada, helada de frío y dolor.