Por un lado, creemos que somos buenos. Somos mejores que la media, por lo menos (¿verdad? ¡Dime que sí!). A veces escribimos frases de esas que queremos enmarcar y colgar en la entrada de nuestra casa para que cualquier visita tenga que verlas, quiera o no (¿un café? ¿un vino? ¿un poema enmarcado, ilustrado y dedicado para llevarle a tu familia?).

Por otro, estamos profundamente convencidos de que lo que hacemos es caca. Caca muy clarita, apestosa, blanda. Y queremos ocultar lo que escribimos, matarlo y enterrarlo bajo el manzano al fondo del jardín. Sí, ahí, en el mismo sitio donde enterraste a tus ocho exnovios y a ese señor de la pescadería que una vez te miró mal.

Y en algún sitio intermedio está el mundo real, ese mundo supuestamente objetivo que va a considerar si lo que hemos escrito tiene algún valor o no. Y muchos esperamos, nerviosos, arrancándonos el pelo poco a poco, queriendo que un extraño nos diga la verdad; que nos diga si esto merece la pena. Si estaba o no estaba listo para publicarse.

Todo nuestro trabajo en manos de alguien a quien ni conocemos. ¿No os parece alucinante? Ridículo, también. Pero alucinante.

Hay escritores que no viven con esta batalla, o que no dependen, en absoluto, de una validación exterior. Para ellos el lector definitivo es uno mismo. Yo envidio un poco a esos escritores. Otros muchos fingen ser como esos escritores, diciendo que las opiniones sobre su trabajo no les importan. Pero creo que hasta cierto punto las opiniones de los lectores, de los intermediarios y de los críticos sí deben importar, porque nos sirven (repito: hasta cierto punto) de veleta, para ver hacia dónde sopla el viento de nuestro trabajo y determinación.

Por todo esto, el miedo a publicar, a liberar nuestra obra, es grande. ¿Y si no está lista? ¿Y si hago el más espantoso ridículo? Yo creo que está bien, pero… ¿hay alguna forma objetiva de saberlo? Si uno se autoedita, por ejemplo, no pasa por el filtro de una editorial. No ha habido ningún portero de discoteca que te haya mirado de arriba abajo y haya considerado que sí, que tus pintas están lo bastante bien como para entrar en este club exclusivo (por suerte, en Fuengirola, meca del turismo más lucido, de eso tenemos poco. Llevar camiseta ya te hace merecedor del aprecio de todo el local).

Para intentar responder a alguna de estas preguntas, recurro a una entrevista que leí hace poco, en la que la escritora y especialista en autoedición Joanna Penn hablaba con Jen Blood, su correctora de estilo y también autora de éxito.

Blood y cómo saber si tu libro está listo

jen blood

Con el nuevo modelo, en el que tenemos que escogernos a nosotros mismos, ¿cómo sabe la gente si su libro es lo bastante bueno como para publicarlo?

Jen: Esa es una pregunta difícil. Definitivamente, es difícil. Ahí es donde vienen muy bien los lectores cero, porque hablamos de gente que está empezando. Una vez tienes ya un libro o dos ya publicados, obviamente tienes un poco más de experiencia y sabes que puedes hacerlo. Al principio se trata de tener uno o dos lectores cero, y un editor/corrector en quien puedas confiar, a quien no le dé miedo decirte: «¿Sabes qué? Creo que no estás preparado todavía para lanzar esto». Realmente es un acto de fe.

Se trata de decidir: «Vale, pues esto es lo que quiero, y lo quiero con tanta fuerza que estoy dispuesto/a a asumir el riesgo. Porque todo escritor, da igual lo bueno que sea, si es un autor autoeditado, va a tener esas dudas. Es cuestión de dar ese salto y ver qué pasa desde ahí, pero antes de dar el salto: lectores cero, un editor/corrector en quien confíes y ya avanzas a partir de ahí.

Creo que ya he hablado alguna vez de lo útiles que son los lectores cero, pero también es importante (sobre todo al principio, y sobre todo si te autoeditas) tener alguna figura profesional, ya sea un editor, asesor, lector editorial o corrector de estilo, que pueda guiarte. Necesitas a alguien que pueda señalar tus errores más frecuentes de estilo, que pueda decirte dónde fallan tus estructuras, qué debes mejorar y, lo más importante, si tu libro está en condiciones de publicarse.

Blood habla de editor, pero lo he traducido como editor/corrector, para daros una idea más práctica de aquello a lo que se refiere. Blood hace line editing, corrección de estilo, y también es editora en el sentido antiguo: edita, es correctora de contenidos; busca todo lo que puede mejorarse en la estructura y los contenidos de una obra. Con un mercado de autoedición cada vez mayor en EEUU, cada vez se recurre más a profesionales como Blood, que ocupan el espacio que tienen editor y corrector de estilo en las editoriales tradicionales.

Muchos ya sabéis que durante un tiempo realicé informes de lectura, tanto para editoriales como para particulares, que eran una suerte de recopilatorios de edición y sugerencias de corrección, todo condensado en unas 5-10 páginas. Realizaba también una valoración comercial dentro del informe, y más de una vez he comentado con algún cliente que sería recomendable subsanar determinados errores y carencias antes de plantearse el envío a editoriales (sobre todo trabajaba con personas que buscaban publicación en el mercado tradicional, aunque también he trabajado con algún autoeditado). Creo que un informe es ideal para tener una idea en conjunto, como mínimo. Obviamente, en un mundo perfecto todos los autores invertirían también en una buena edición estructural y en una corrección de estilo, pero no estamos en un mundo perfecto y las correcciones suponen una inversión importante. Así que, si tenéis la suerte de contar con buenos lectores cero, aprovechadlos, y si podéis invertir un poco de dinero en informes y/o correcciones, realmente lo recomiendo. (Como es evidente, este consejo podría parecer algo interesado, pero podréis ver que internet está lleno de lectores profesionales con muy buenos precios. Obviamente no recomiendo ir al más barato, pero podéis obtener buenos informes a precios más que razonables). Creo que esos dos filtros son importantes para:

  • Saber si vuestra obra ya puede compartirse con el mundo y, en caso negativo, qué podéis hacer para que lo esté, y
  • Solucionar todos los errores objetivos de trama y estilo para ofrecer un producto lo más perfecto posible a vuestros lectores.

Una última nota respecto a los informes de lectura: recordad que un informe es un texto objetivo, donde no debería entrar en gran medida la valoración subjetiva del lector. Desconfiad de lectores supuestamente profesionales que os digan que vuestra obra es lo mejor que se ha escrito desde el Ulises. Cada vez veo más casos donde editoriales de coedición y similares interesadas en vender sus servicios utilizan los informes de lectura como cebo. Lo cual no tiene nada de malo si producen informes útiles, pero recordad que el que alaben vuestro texto es muy satisfactorio, pero poco útil.

Parks y la unión de autor y texto

tim parks

Recuerdo haber conocido a Coetzee, después de haber leído sus libros durante muchos años, y sentirme asombrado por la sensación de reconocimiento; la atmósfera inducida en su conversación, la extraña conciencia de tanto austeridad como calidez por su parte, alejamiento y apertura, era exactamente la misma sensación que uno tiene al leer sus novelas. Fue después de esa reunión que se me ocurrió que el genio literario es la capacidad de integrar a los lectores en el mundo de sensaciones de uno mismo, con todos sus matices y complejidad, y forzarlos a posicionarse en relación a ti.

En un artículo brillante para The New York Review of Books, llamado The Writer’s Shadow (La sombra del escritor), Tim Parks habla del acercamiento a los autores mediante sus textos. De las distancias cortas entre escritor y lector, y de los parecidos entre textos y autores.

Creo que alguna vez os hablé de cómo me gustaba buscar al autor en los textos. Sus emociones, reflexiones, personalidad, sus traumas. No hablo de lo evidente, esa presencia vulgar de la filosofía y opinión (incluso moralidad) de un mal escritor en su libro. No, hablo de la voz. Esa voz que escuchas, que resulta que sí, que es su voz cuando conoces al escritor o escritora en cuestión. Y no solo la voz: los movimientos (mentales, casi físicos), los miedos, lo que perturba a un escritor. Si un autor es valiente, si es bueno, mostrará todas sus carnes abiertas para ti. No me extraña, en cierta manera, que algunos autores huyan del contacto con sus lectores. A mí me recorre un escalofrío cuando alguien pone el dedo en la llaga, cuando alguien dice: «Pero aquí, esta lucha de este personajes, este momento de…». Temo ese momento, temo ser descubierta. Es mucho más que desnudarse. Es desnudarse haciendo algo terriblemente vergonzoso y que luego, vestida, con la cabeza bien levantada y digna, llegue alguien y te diga: «Te he visto cuando hacías eso». E igual esa persona sonríe, o está muy seria, y tú solo quieres que se abra la tierra y disolverte en magma.

Filipacchi y la diferencia entre las fotos de autor y de autora

El mundo de las fotos de autor es fascinante. Esas poses que se repiten, esas miradas al vacío, ese ceño fruncido de chico malo, esos labios coquetos y seductores… Nunca me lo había planteado, pero cuanto más lo pienso, más empiezo a verlo: las fotos de hombres y mujeres son muy diferentes cuando son para las solapas de un libro. Ya de por sí nuestro lenguaje gestual es distinto, pero hay todo un conjunto de baremos y reglas para cómo debe ser una foto de autor y cómo debe ser una de autora. Al fin y al cabo, ¿qué estamos vendiendo? Si eres un escritor de poesía oscura y maldita, no te pega una foto de piernas cruzadas y sonriente. Si eres escritora de romántica, tu foto te mostrará muy mona, muy maquillada y muy femenina. Y así todo, por lo menos para las editoriales lo bastante grandes como para que su departamento de marketing se llene la boca con palabras como branding y target y posicionamiento.

Algo así debió de pensar la escritora Amanda Filipacchi cuando decidió que se haría una foto de autor, de escritor. Es decir: iba a posar como un hombre.

En el New York Times explica por qué. Contó toda su experiencia, incluida la confusión de su fotógrafa, acostumbrada a tratar con clientes que tenían muy claro su rol: sobrio y serio para los hombres; leve flirteo y feminidad exaltada para las mujeres. Amanda razona aquí su decisión:

amanda filipacchi

En un pasaje de su novela El mundo deslumbante, Siri Hustvedt habla del Estudio Goldberg, un experimento real que se llevó a cabo por primera vez en 1968, que descubrió que las estudiantes valoraban un ensayo o un producto artístico con mayor severidad cuando se les adjudicaba un autor femenino. Los trabajos eran idénticos, pero a las estudiantes les gustaban más si los había creado un hombre. El experimento se repitió quince años más tarde, esta vez con estudiantes de ambos sexos, y produjo los mismos resultados.

Me pregunto cuál sería el resultado de ese experimento ahora, en el 2015. ¿Seguimos siendo más permisivos con las obras creadas por hombres? ¿Hay tal sesgo negativo hacia la mujer (en particular, la mujer creadora)? Para Filipacchi, había el suficiente como para plantearse de qué manera afectaría a sus lectores ver una fotografía donde la autora adoptara poses típicamente masculinas (rigidez, puño cerrado, semblante serio). Tal vez pensaba que así vendería más libros. Supongo que no hay manera realista de saber cómo influirá esto en sus lectores, pero desde luego es una propuesta interesante. Hablamos de cómo crear personajes femeninos y nos preguntamos si los nuestros serán más que bonitos objetos decorativos, pero puede que nos estemos olvidando de algo también importante: ¿estamos condicionando, separando, también a los autores por sexo? ¿Damos tanto por sentado lo que busca el público que nos empeñamos en presentar a las escritoras como sex-symbols, a los escritores como gamberros, misteriosos o intelectuales? Según varios estudios, los hombres se sienten más atraídos por mujeres que los miran de frente y sonríen, ¿es ese un impulso comercial suficiente como para que todas las que escribimos tengamos que mostrarnos así ante nuestros posibles lectores? ¿Y hasta qué punto influye la foto de autor, de todos modos?

Creando mundos nuevos con Pinker y Hofstede

Lecturonauta publicó un claro e instructivo artículo sobre el modelo de las cinco dimensiones de Gerard Hendrik Hofstede. Este tipo de psicología social es muy útil para aquellos que quieran trabajar con sociedades nuevas, ficticias:

El Modelo de las Cinco Dimensiones de Hofstede puede utilizarse para muchas cosas en la escritura: cimentar la esencia de una sociedad ficticia, caracterizar personajes según la cultura a la que pertenecen, comprender y reflejar la conducta de culturas ajenas, diferenciar la forma de vida de dos culturas distintas… Como todo escritor sabe, la información es poder.

Y sí, el modelo de las cinco dimensiones nos proporciona toda una suerte de contenidos útiles para determinar cómo se relacionan entre sí los habitantes de la sociedad que estamos creando, ya sea una sociedad basada en realidad histórica o una completamente nueva, fantástica, alienígena o lo que sea. Por otro lado, me gusta mucho este cuadro que encontré de Stephen Pinker, donde expone varios de los modelos relacionales más conocidos (podéis encontrar buenas explicaciones de cada modelo en su obra, que siempre recomiendo, Los ángeles que llevamos dentro). Entre la información de Hofstede y los modelos de estos grandes sociólogos y antropólogos, podemos elegir con ganas cómo será nuestra sociedad: la base de su relación social será lo que nos indicará todo lo demás. Podremos construir religiones, costumbres, motivaciones de personajes… Lo que ahora se llama worldbuilding, pero a lo bruto:

modelos relacionales

Si todo esto os parece mucho trabajo, siempre podéis tomar como base alguna sociedad existente. Momentos históricos como la Revolución Industrial, la Guerra Civil española o la caída del Imperio Romano pueden ser bases apasionantes para crear sociedades coherentes, verosímiles y, ante todo, interesantes (es lo que tiene estar al borde del caos). El límite, después de todo, es nuestra imaginación, pero es crucial entender cómo suelen operar las relaciones sociales para crear grupos funcionales y creíbles.

Cain y las terribles obligaciones de la libertad

Una de las cosas curiosas de ser escritora es que adquieres una obsesión extraordinaria con el lenguaje, sobre todo con tu lenguaje, el que sale de tu boca y el que hace bailoteos obscenos en tu cerebro. Hace ya un par de años decidí modificar mi forma de hablar, hacerlo cómplice de mi forma de pensar. Ya bastaba de pensamientos que no llevaban a ninguna parte. Ya bastaba de emitir quejas y hablar por hablar (lo de hablar por hablar lo sigo haciendo mucho; me gustaría pensar que voy mejorando). Uno de los cambios más importantes que he realizado es el de procurar modificar el «no puedo» por el «no quiero». Sí, hay veces que realmente no puedes hacer algo (no puedes salir de casa si ha caído un meteorito que bloquea la puerta). Otras, te engañas. No quiero salir de casa. No hay ningún meteorito. No quiero escribir hoy todo lo que tengo que escribir. Ah, mierda, no, esa nunca me sirve. Hoy siempre hay que escribir.

En un artículo de David Cain, muy bien llamado You Are Free, Like it or Not (Eres libre, te guste o no) leí sobre el concepto de mala fe (bad faith). La mala fe es el encogimiento de hombros, esa confianza absoluta en algo que, simplemente, no es verdad:

david cain

Esto es mala fe: cuando nos convencemos de que somos menos libres de lo que realmente somos, para no tener que sentirnos responsables de aquello en lo que nos vamos convirtiendo. Realmente parece que tienes que levantarte a las 7 cada lunes, porque hay constricciones como tu trabajo, el horario de tu familia, y tus necesidades físicas no te ofrecen más posibilidades. Pero no es verdad: puedes poner el despertador para la hora que quieras, y eres libre de explorar qué es lo que cambia en tu vida cuando lo haces. No tienes que hacer las cosas de la manera en las que las has hecho siempre, y eso es verdad en cada momento en que estés con vida. Y sin embargo tenemos la sensación de que casi siempre avanzamos por una vía bastante rígida.

Las decisiones conllevan una terrible responsabilidad, y tantas veces es más fácil echarle la culpa a condicionantes externos para no hacer aquello que en realidad queremos hacer. O nos desligamos de las decisiones que hemos tomado, quejándonos de nuestra vida como si fuera fruto solo de la suerte y de las acciones de otros. No queremos (ni sabemos) ser responsables de nuestra existencia.

Con escribir pasa algo parecido. Hay tantos escritores que quieren ser, que quieren conseguir, que se quejan y lamentan y se rasgan las vestiduras por el terrible estado del sector editorial y de un público injusto que prefiere comprar los libros de Dan Brown en vez de los suyos. Sería muy fácil para mí decir «es que no puedo llegar a nada en este mercado». Pero lo cierto es que no quiero: no quiero llenar los muros y timelines de todos mis amigos con grito tras grito para que compren mi libro, no quiero escribir sobre aquello que le gusta a la mayoría, no quiero ser todo eso que se supone que debe ser un superventas. Y a la vez no quiero, no, no quiero invertir más horas de esfuerzo en escribir, aprender, leer (¡más!) para mejorar a pasos agigantados. Voy a mi ritmo, pasito a pasito. «Poco a poco» es mi mantra, mi consuelo cuando no obtengo las ventas, el éxito, las reacciones que quiero.

Poco a poco.

Paso a paso.

Pero cada paso es mío, de nadie más:

david cain

En esencia, todas las situaciones de mala fe son actuaciones de algún tipo, en las que actuamos como si nuestras manos estuvieran atadas. Intentamos convencernos (a menudo a través de nuestro intento de persuasión para otros) de que realmente no podemos hacer lo correcto, cuando en realidad simplemente no queremos.

¿Y si dejásemos de actuar?

 



el cielo roto"—¿Quieres que hable con él? ¿Es eso? ¿Quieres que lo resucite? 

El galgo batió la cola con más fuerza y se tumbó ante el chico, entre los cadáveres de una anciana y un niño de seis o siete años con ojos de tiburón. 

Winston esperaba un nuevo truco de magia".

(Engánchate ya a El cielo roto, de Gabriella Campbell y José Antonio Cotrina).