Lectores, ¿eh?

Lo único que saben hacer es quejarse.

Y precisamente por eso, supe que si preguntaba a mis contactos de Facebook y Twitter cuáles eran los fallos que más les repateaban en los libros, iba a obtener un buen caudal de respuestas. Iba a averiguar qué es lo que hace que un lector tire tu libro por la ventana.

En serio, puedes estar peleando con un cocodrilo que se hunde contigo en arenas movedizas mientras intentas agarrarte a una liana que resulta ser una serpiente y NADIE irá a ayudarte, pero hay que ver lo que nos gusta quejarnos en público.

Bueno, miento. Obtendrás 118 comentarios en Facebook de personas que te indican la mejor manera de librarte del cocodrilo y estrangular a la serpiente, con otros 235 comentarios con las mejores recetas para cocinar serpiente y hacerse un bolso con la piel de un cocodrilo. Mientras mueres de forma lenta y agónica.

A mí lo de las quejas siempre me resulta contradictorio. Por un lado, me enfado cuando encuentro determinados errores en los libros. Pero luego recuerdo cómo escribía yo hace un par de años (y recordaré dentro de otro par de años cómo escribo ahora) y seguro que he caído en muchos de esos mismos errores. Si un libro tiene demasiados fallos como para soportarlo, simplemente lo dejo. Y sí, soy una lectora muy exigente. Considero que un autor tiene que tener unas nociones básicas de sintaxis, por ejemplo, para que no me den ganas de arrancarme los ojos.

Respiras y sueltas el libro. Lo dejas ir. Pruebas con otro y aquí no ha pasado nada.

Pero a veces sí que tienes la tentación de tirarlo por la ventana.

Estas son diez razones por las que mis contactos lectores y yo nos podríamos pensar lo de la defenestración, ordenadas de menor a mayor gravedad (o de menor a mayor consenso):

errores libro

1. Esto va a terminar muy mal

¿El qué? ¿El artículo? Es posible.

Pero no, me refiero a los finales de libro. ¿Cuántas veces habéis disfrutado de una buena obra para sentiros totalmente defraudados (¡casi engañados!) por un mal final. A veces todo lo demás compensa, pero puede arruinar la experiencia lectora.

Estos son los peores finales, según mis ayudantes lectores:

-Aquellos en los que se nota que se acerca la fecha de entrega o que el autor se ha aburrido. Es decir, los finales abruptos, acelerados.

Finales abiertos: Vale, sí, en ocasiones funcionan. Pero la manía esta de terminar cada libro de una saga casi con un cliffhanger se pasa de gracioso y entra en el peligroso terreno arrancapelos de Prison Break y similares.

Los finales irónicos. Esos finales en los que «oh, qué gracioso, ahora al personaje le ha pasado justo lo que lleva temiendo toda su vida; oh, qué gracioso, ahora al personaje le ha mordido en el culo aquel pecadillo que cometió en la universidad; etc.». En su momento tuvieron gracia, ahora ya está bien.

Los finales malos en general: aquellos que no se corresponden con el ritmo del resto de la obra (ya sea por lentos o por demasiado rápidos) o aquellos que son demasiado misteriosos, sin darle ningún asidero al lector para entender NADA de lo que ha ocurrido. Y no hablemos ya de los giros inesperados porque sí. Recordad que un giro inesperado solo funciona si las pistas que se han dado para el final se hallan presentes a lo largo de la narración. Si no, la sensación es de que el autor ha hecho más trampas que un cazador en invierno en Wisconsin(1).

Siguiente error tenebroso, por orden de griterío y queja en mis muros de Facebook y Twitter. A este no se le suele dar demasiada importancia, pero cualquier fetichista de los libros sabe lo horrible que es tener…

2. Problemas de formato

Esto ya suele ser más bien cosa de la editorial, más que del escritor, pero es importante tenerlo en cuenta. Hay dos problemas fundamentales:

Respecto al texto: los fallos de maquetación. Palabras huérfanas y viudas, cambios tipográficos sin explicación, cajas de texto demasiado grandes (y márgenes muy estrechos), por no hablar de párrafos que faltan, un sangrado nefasto o una falta de/excesiva separación entre párrafos… Yo los he cometido todos (y muchos más), pero se te van quitando a base de hostias de los lectores, que vienen en persona a tu casa a pegarte. No me explico que haya editoriales que lleven más de 10 años en el mercado y que sigan en las mismas. Una, dos o tres veces puede ser por desconocimiento, a la vigésimo octava yo diría que es negligencia.

Respecto al libro: yo metería aquí cualquier problema general de diseño, pero lo peor, sin duda, son los cambios de formato en sagas o colecciones. Es que no queda bien en la estantería, punto.

Eso último es problema de mis amigos, que conste. A mí la pinta de mi estantería me da un poco igual:

estantería de libros

3. Diálogos poco dialogados

Otra cosa que los lectores no soportan son los diálogos mal hechos. También es uno de los sitios donde nos peleamos mucho los escritores. Es muy difícil dar con el punto justo de naturalidad/artificio que tiene un buen diálogo escrito (porque no, escribirlos tal y como se habla no es posible. O nos perderíamos entre ahms y ums y puntos suspensivos y «¿sabes?»).

Esto es lo que más irrita a nuestros lectores:

Los diálogos informativos. Aquellos diálogos utilizados para ofrecer información que al autor le parece importante (o no). Los peores son aquellos en el que un personaje te lo explica todo mientras otro le va haciendo las preguntas oportunas. No miréis para otro lado. Eso lo hemos hecho todos.

(Aunque ahora en los comentarios habrá por lo menos cinco autores que dirán, muy serios, que eso a ellos jamás les ha pasado. Enhorabuena).

Diálogos fuera del registro del personaje. Un obrero sevillano actual no habla igual que un aristócrata madrileño decimonónico. Ya, eso lo sabemos. Tampoco abogamos por llevar al extremo la adaptación del diálogo al registro de cada uno, porque una luego se encuentra cosas como: «Eh, tío, pásame la pasta y vámonos de marchuqui«. Pero hacer que un niño de seis años hable como si fuera un catedrático de cincuenta igual no es buena idea.

-Del mismo modo, el artificio y el engolamiento en los diálogos suele resultar repulsivo. Hacer que nuestros personajes hablen «demasiado literario» es desagradable para el lector.

Diálogos que repiten nombre (y apellidos) de personajes: Porque sabéis, queridos autores, que eso no se debe hacer, queridos autores. Queridos autores, ya nos sabemos los nombres de vuestros personajes. Dejad de repetirlos una y otra vez, queridos autores.

Diálogos forzados. Si conoces a tu personaje, sabes cómo habla y por qué, cuándo y cómo dirá algo. Utilizar las conversaciones y demás interacciones entre personajes como meros vehículos para la trama queda simplón y artificial.

4. Autor, vas de sobrado

Este es un punto curioso, porque pocos de los que me lo comentaron supieron dar exactamente con aquello que les producía esta sensación, pero todos coincidían en lo cansino que era que el autor intentara hacerse notar por encima de personajes, trama y etc. Aquí os dejo algunas de las maneras más comunes en las que puede ocurrir esto:

La mary sue: Dícese de aquel personaje protagonista que representa de forma clara y evidente todo lo que el autor o autora quiere ser de mayor. Es el personaje del que se enamoran los más guapos y guapas, aquel al que realmente nunca le pasa nada grave y que resulta ser el elegido/tener habilidades especiales/ser diferente/ser un copito de nieve único y fabuloso (sin saberlo, claro). Yo también lo aplicaría a personajes de los que el autor o autora está claramente enamorado/a. Su cabello rubio y largo brillaba bajo el sol, sus formas suaves y contoneantes… blergh.

El escritor piensa que es bueno, intenta destacar sobre la historia. En vez de decir «la puerta era roja», el autor filosofa sobre la «rojedad» de la puerta, sobre los recuerdos que le trae de su atribulada infancia, reflexiona sobre cómo afecta esa puerta a las nuevas oportunidades que le ofrece la vida tras la muerte de su mujer, etc. El autor quiere que solo lo escuches a él, una y otra vez. No entiendo muy bien por qué este tipo de autor no se pasa a la columna de opinión o a la autobiografía.

Demasiado meta: El escritor es su propio autor de fanfiction. No hace más que colar ingeniosas referencias a sus demás obras, meter «pistas» sobre personajes futuros y pasados, o incluso comentar sobre hechos pasados en plena «voz en off«. Todo de manera que cualquiera que no haya leído sus demás libros (o no conozca su mundo) se aburrirá más que mi gato con su pienso seco.

Ataque a personas reales (incluso muertas). Y aquí entramos en el farragoso terreno del daño, de la injuria y la falta de respeto. Y ya si las personas acusadas están muertas y no pueden defenderse… uf. Es diferente, supongo, si escribes tus memorias, pero para otro tipo de obras queda poco profesional. En ensayo, por ejemplo, dedicar más de la mitad de tu texto a descalificar una y otra vez a personas con nombres y apellidos solo para demostrar la poca razón que tienen me parece no solo de mal gusto, sino tedioso.

Diez páginas de agradecimientos. Esto es discutible. A muchos lectores les irrita que el autor escriba un pasaje emotivo dedicado a las ocho semanas que durmió su editor con él en una tienda mugrienta perdida en la campiña inglesa. A mí, personalmente, me da igual. No lo leo y ya está. Después de años de sufrimiento y rechazo para conseguir escribir y publicar una novela, creo que el autor se merece, como mínimo, un 5% de páginas para darle las gracias a todo el que le apetezca. Esas páginas no son para el lector. Son el único pago que el pobre autor puede hacer a aquellos que lo han apoyado.

Y ya sabéis como es esto: si empiezas, no sabes dónde parar. Es como en las bodas, que no invitas a la tía Maléfica porque tiene unas borracheras muy malas y de repente está entrando por la puerta vestida de negro de Gaultier y con taconazo, maldiciendo a tu hija recién nacida con una muy mala mano para la costura y cosas así.

5. Barroco, que eres un barroco

Pudiendo ser renacentista, o medieval, o incluso retrofuturista, y no, tuviste que ser barroco. Y por eso no le gustas a los que te leen. Todo porque usas…

Multitud de palabras inusuales: Esternocleidomastoideo no es una palabra que deba colarse en una novela de fantasía. Y guiverno no tiene por qué insertarse en una novela de intriga médica. De nada.

Construcciones rimbombantes: A ver si dejamos de «otorgar tortas», «poseer frío» y «vociferar a nuestros progenitores». De nada también.

Exceso de adjetivos: Este lógico y sensato espléndido consejo para autores mediocres, desacostumbrados y descuidados debería servirnos a todos como somero y útil aviso. Y ya si los adjetivos dejamos de anteponerlos a la inglesa, mejor que mejor.

Redundancias y repeticiones: Si la chica tenía el pelo rojo, no hace falta que me estés diciendo siempre lo rojo que tenía el pelo. Que era como de fuego. Y ese pelo ardía. Porque su cabello era cobrizo. Y porque parecía un sol encarnado. De fuego. Porque era rojo.

Rimas internas: Las rimas son para la poesía, si es que te apetece que rime. En la prosa, a no ser que estemos usando un paralelismo claro e intencionado (y eso no debería permitirse hasta un mínimo de 500 horas contabilizadas de práctica), evitemos rimas entre palabras y oraciones. Queda feo, cacofónico.

6. Lo de tópico déjalo para las pomadas

Soy de la opinión de que hay algunos clichés que funcionan. Pueden hacerse pesados, pero la verdad es que atraen al lector medio. Los triángulos amorosos; la profecía del elegido; el pobre niño huérfano; el malo que quiere destruir el mundo; la chica fea que se liga al más guapo. Además, un autor excelente dijo una vez que hay ciertos temas que para algunos lectores son nuevos (por ejemplo, para niños o para adolescentes con poco bagaje lector), aunque para otros estén manidos. Pero no podemos caer siempre en lo mismo. Lo bueno de leer mucho es que empiezas a identificar líneas argumentales que se repiten una y otra vez, e intentas evitarlas. Pero hay mucho más, oh, sí:

Adjetivos, imágenes y expresiones que estamos hartos de oír. No tengo problema con que un personaje se encoja de hombros, aunque muchos lectores se quejen de ello. Lo cierto es que la gente se encoge de hombros, frunce el ceño y se echa a llorar, y prefiero que alguien se eche a llorar a que «vierta lágrimas desconsoladas». Pero no puedes hacer que se encoja de hombros cada vez que participe en una conversación, o que asienta más que un muñeco de esos que asienten mucho. Del mismo modo, cárgate todas esas metáforas y símiles que están muertos: dientes como perlas, piel como la nieve, boca de fresa. Una de las funciones principales del símil es estimular zonas del cerebro asociadas a lo sensorial, para que ciertas palabras nos permitan una experiencia más real y envolvente. Está comprobado que las metáforas muertas (las que tenemos ya plenamente integradas y asumidas) no producen este efecto.

Personajes planos. Las personas son complejas e interesantes. Los malos no pueden ser villanos de serie B (a no ser que sea un efecto paródico y buscado), los héroes no pueden ser maravillosos y perfectos, las mujeres no deberían poder sustituirse por un mueble. Evitemos los estereotipos, evitemos a la chica fuerte que pierde su voluntad y dignidad cuando se enamora, al chico rico que dona su tiempo y dinero y que ni siquiera es consciente de que lleva vaqueros de marca, al hombretón fuerte y rudo que parece cascarrabias pero que luego es un pozo de sabiduría y talento que ni Hemingway, la pobre chica que cree que es fea pero sus amigas la maquillan y la llevan a la peluquería y resulta que es un bombón.

Y, por favor, dejemos también lo que Juanma Santiago llama el «efecto espejo». Ese momento en que la protagonista buenorra se mira en el espejo y se gira y se aprieta un poco el pecho para que el autor pueda describirnos lo muy buenorra que está. Porque el narrador se ponga caliente pensando en su personaje no es excusa para que todos los objetos inanimados deseen poseerla (la suave espuma del mar acarició sus muslos; la silla de suave terciopelo acarició sus muslos; las sábanas suaves de raso se envolvieron entre sus muslos). Y no penséis que os libráis, autoras. Al próximo «es un yogurín», «me imaginé, nerviosa, su tabla de lavar/tableta de chocolate» o «su fornido pecho de mármol» tendremos Palabras.

Ya está bien.

7. El narrador impertinente

Este punto está muy relacionado con el 4, con el autor, ya que su voz a veces se come a la del narrador. Lo ideal sería que esta identificación no fuera plenamente visible (con la excepción, una vez más, de memorias, autoalabanzas y géneros similares). Aquí tenemos algunos de los problemas que más enfadan a los lectores.

Autores que hablan a través de sus personajes. Ese burdo intento por intentar expresarte o convencer mejor a tu lector usando un personaje que crees que le cae bien (pista: no, no le cae bien) refleja una falta de contención que ni (insertar chiste sexual inapropiado y también burdo aquí). Los personajes que funcionan son aquellos que tienen una personalidad propia, definida. Si tu personaje es una niña de doce años de pelo largo, queda muy extraño hacer que suelte una parrafada sobre la lucha de clases en el siglo XIX y la discriminación hacia los calvos. Así que piénsatelo muy bien antes de a) soltar tus opiniones porque sí y b) hacerlo usando personajes a los que no les pega en absoluto. Esto nos lleva a otro gran problema:

Posicionamiento ético o moralizante del autor. Lo de la moraleja con el conde Lucanor tenía su gracia, pero han pasado unos años desde entonces. Tus lectores son personas con posiciones éticas/políticas/religiosas propias. Intentar convencerlos de tu punto de vista mediante la ficción puede ser una mala idea. Sobre todo si lo haces de forma muy metafórica y subrepticia pensando que nadie se dará cuenta, ¿verdad, C. S. Lewis?

Nadie quiere que un narrador le diga cómo debe pensar. El lector quiere que le proporcionen elementos que lo inviten a reflexionar, no soluciones trilladas que intentan meterle por la garganta con un embudo.

Monólogos internos estúpidos/reflexiones sosas metidas con calzador. No, ese monólogo interno de ocho párrafos sobre cómo murió tu perro y qué significa la muerte, no, gracias. Ni tu reflexión particular sobre la idiosincrasia del fútbol que cuelas en un capítulo en el que un personaje va a un partido. Ya sabes, ese capítulo donde dedicas tres frases al partido y el resto a la reflexión.

Narradores omniscientes que se involucran en el texto. Un narrador omnisciente se llama así porque sabe todo lo que ocurre en el texto. Es una tercera persona neutra, una especie de divinidad imparcial que lo ve todo. Si quieres que tu narrador se involucre en el texto y dé su opinión, no uses un narrador omnisciente: usa una primera persona (¡incluso una segunda!) o la perspectiva, en tercera persona, de un personaje concreto. Mantener un estilo unificado y coherente es fundamental. Por supuesto que puedes cambiar de perspectiva de un capítulo a otro, si dejas claro que ha habido un cambio de personaje/narrador. Pero cambiar sobre la marcha está feo. No puedes empezar con una narración omnisciente y a las dos páginas empezar a utilizar expresiones como «parecía que había alguien escondido tras la puerta» (¿hay o no hay alguien escondido? ¡Eres omnisciente, lo sabes todo!); ni usar una primera persona narradora que diga: «Miranda estaba nerviosa porque había metido la ropa sucia en el cajón de Manuela» si tu narrador nunca ha conocido a Manuela ni sabe la razón por la que Miranda está nerviosa. En cualquier caso, puedes decir que Miranda tenía algún tic, que no paraba de moverse, inquieta, o que llevaba un cartel colgado del cuello que ponía «estoy nerviosa porque he metido la ropa sucia en el cajón de Manuela y entre esa ropa están los calzoncillos de su novio y ella va a venir a despedazarme con una motosierra». Que no sé por qué habría de llevar alguien un cartel así, pero, eh, eso ya es cosa tuya, autor, que eres un profesional.

Y, por último, parece que sienta muy mal eso de que el narrador prediga el futuro con frases que adelantan la trama. Eso de «Miranda ahora no lo sospecha, pero pronto se arrepentirá de haber pasado de hacer la colada». Yo lo he hecho alguna vez, pero, como todos los autores, me creo especial y creo que lo hago con salero.

Nos acercamos peligrosamente al punto que más cabrea a nuestros pobres lectores. Pero quedémonos primero con el antepenúltimo, que también tiene miga.

8. Más relleno que una buena almohada

y el mismo efecto soporífero

Estás haciendo una tesis centrada en la Inglaterra del siglo XIX y además resulta que te gusta escribir novelas. ¡Puedes aprovechar tantos años de sufrimiento e investigación para documentar tu novela victoriana/steampunk! (DISCLAIMER: ESTO NO VA POR TI, VICTORIA, LO JURO). Puedes hacer una de dos cosas:

1. Utilizar datos pertinentes para ambientar tu novela y darle mayor credibilidad.

2. Soltar datos como quien echa gente pobre por la borda del Titanic. ¿Cinco años de investigación? OS LA VAIS A TRAGAR TOA.

No, eso a los lectores no les gusta. Es lo que comúnmente, en su extraña jerga de lectores, llaman relleno.

El relleno suele usarse para presumir de una labor de documentación. También surge cuando el autor se aburre y larga palabrería técnica/filosófica/ornamental solo para cubrir espacio en blanco. A veces se mete ese relleno por obligación, que hay que llegar a X número de páginas. O puede que algunos creamos que es necesario meter más ambientación y descripción, porque es lo que creemos que hacen los buenos autores. Y también está el que mete algo simplemente para llamar la atención, como mi recurso habitual de hablaros de sexo, unicornios, basiliscos, pterodáctilos, dragones, mundos posapocalípticos y mi libro, donde salen casi tres de esas cosas.

Algunos tipos de relleno molesto:

Notas innecesarias y apuntes a pie de página. Déjalo para las ediciones críticas de editoriales profesionales, please. Si no te llamas Terry Pratchett, Francisco Rico o Darío Villanueva, no distraigas mi lectura haciéndome bajar la vista al fondo de la página (o, peor, acudir a los apéndices al final del libro). Las notas en ficción se reservan para la parodia y para casos realmente necesarios. Que lo has escrito en tu idioma. No me pongas una nota del traductor (sí, esto ha pasado).

Una creación de mundos para superdotados. Cuando necesitas un libro auxiliar, un mapa y un profesor de historia medieval para entender qué está pasando(2), pueden pasar dos cosas: o bien te haces muy fan y montas tu propia wiki, o bien suspiras y dices, entre gruñidos «otro tipejo que se cree Martin o Tolkien no, por favor».

Exceso descriptivo. Quieres meternos en situación, lo entendemos, ¿pero era necesario dedicar cuatro páginas a la vestimenta de un personaje del que nunca volveremos a saber nada? Además, podrías caer en un error garrafal, en una de esas faltas que hacen que los lectores utilicen tu libro para espantar a ese gato persa gris de ojos amarillentos y endemoniados que tiene aterrorizados a todos los mininos del vecindario y que además se caga en tus plantas (es posible que haya mencionado al Gato Gris antes. Y volveré a hacerlo). Ya sabes, ese fallo imperdonable:

llevar más de 250 páginas escritas y que todavía no haya pasado nada

Me estremezco solo de pensarlo.

9. No me seas incoherente

Lo malo de escribir novelas, o cualquier texto largo, es que tienes que tener muchas cosas en la cabeza (o en veintitrés cuadernos Paperblanks, si tienes buen gusto). A veces es fácil cambiarle una prenda a un personaje, cambiarlo de nombre o incluso de sexo. Pero ese es un pecado muy gordo a ojos del lector. Estas son las incoherencias que más alergia les producen:

Nombres que cambian: Se llamaba Ana. No Bea, ni Marta ni Susana. Ana. No la llames Magdalena de los Dolores de Cristo en el siguiente párrafo.

Fallos argumentales/huecos de guion/fallos de racord/personajes incoherentes. Lo meto todo en uno, porque si no, no acabaré nunca. ¿Sabes ese momento típico en CSI en que, tras darte pistas y datos, se meten en el laboratorio, hacen un montón de pruebas que en España no existen, a alguno se le enciende la bombilla en la cabeza y te da, muy rápido y de corrido, una explicación muy convincente de quién es el asesino y por qué? ¿Alguna vez os habéis parado a escuchar toda esa explicación, a ponerla por escrito?

A menudo tiene menos sentido que un discurso político. Nos dan las explicaciones rápidas para que no nos paremos a analizarlas, por la sencilla razón de que muchas veces tienen más agujeros de guion que una película sobre coladores. Pero si el espectador da con esos agujeros, se enfadará, y con razón. Se pondrá rojo e hinchado y gaseoso como un crítico de cine con una licenciatura en Física, después de ver Gravity.

Si tu personaje lleva una falda roja, no puede llevar pantalones verdes en el capítulo siguiente si todavía no ha tenido oportunidad de pasar por casa a cambiarse. Si a tu personaje no le gustan las pasas, no puedes ponerlo a comer fruitcake dos páginas más tarde. O por lo menos no con gusto.

Y si tu personaje vive en un mundo donde no existen las hadas y no das ninguna pista en todo el libro que nos lleve a pensar que las hadas sí existen, no puedes resolver el problema final cubriendo al malo de hadas carnívoras. Bueno, puedes, pero nos dejará un tanto confusos. No puedes romper el pacto narrativo, no puedes insultar a la inteligencia del lector.

Fallos de coherencia del mundo creado. Con la fantasía y con la ciencia ficción hay cierta tendencia a creer que todo es posible. Y lo es, siempre que seas coherente con las leyes del mundo que has creado. Así, si hablamos de un mundo donde asumimos que las leyes físicas funcionan como en cualquier otro lado, no puedes modificarlas a tu gusto. Si hablamos de un mundo donde los dragones ponen huevos, hacer que una dragona sea vivípara de repente nos va a dejar a todos desconcertados.

Deus ex machina. Y con el deus ex machina no me refiero solo a ese superhéroe desconocido que aparece para salvar a todos los personajes del enredado de trama imposible que se le ha ido al autor de las manos, sino también a cualquier introducción conveniente de hechizos, herramientas o personajes de los que no se ha hablado a lo largo de todo el libro. El medallón mágico que resucita muertos, que el prota llevaba todo este tiempo y que acaba de recordar que tiene, tras ocho semanas de festejos de duelo por la muerte de la única persona que puede salvar al mundo; el amigo culturista y millonario que tiene la protagonista que aparece justo cuando va a darle el «sí, quiero» a un hombre que no le hará bien (pero del que hasta ahora ni se había mencionado el nombre); el cuchillo afilado que casualmente llevaba un personaje en el bolsillo de su vestido de noche (what?) para clavárselo al malo malísimo cuando este está a punto de estrangular al héroe.

Y no. Lo de «todo era un sueño» y «solo lo he imaginado» tampoco nos convence. Ni las escenas interminables de ensoñaciones y delirios sin sentido que meten algunos para distraernos del hecho de que ya no sabe qué están haciendo con su novela.

Ni los fallos de documentación. Aquí todos podemos equivocarnos, pero para los lectores exigentes es sinónimo de descuido e ignorancia. Antes de meter un dato científico o histórico en una obra, procura asegurarte de que no estás metiendo la pata hasta el fondo. Aunque esto lo digo con la boca muy pequeña. Que realmente no es nada difícil fastidiarla con ese tipo de cosas.

Y al fin, más de 4000 palabras más tarde (en serio, ¿qué me pasa?), hablemos de ese GRAN FALLO, de aquello que ha puesto a lloriquear, gemir y soltar espantos a más lectores por metro cuadrado desde la aparición de la imprenta (o de los manuscritos en papiro con miniados. O del cuneiforme). Oh, sí. Seguro que sabéis de lo que estoy hablando:

10. Erratas y horrores

La corrección puede ser una profesión muy desagradecida. Hay alguna que otra regla o excepción que no la conocen ni en su casa a la hora de comer, y que cuando la aplicas encima te señalan con el dedo (me da miedo usar palabras como márquetin, por muy correctas que sean). Lo malo de la corrección es que nadie apreciará lo que hagas bien, solo se quejará de lo que hagas mal. Y siempre se te va a escapar algo, o siempre va a haber algo que no sepas. La vas a fastidiar, y esas 1347899,3 faltas y erratas que corregiste no significan nada junto a las dos que se han colado aun después de ocho revisiones. Al autor le va a pasar algo parecido, tenga o no tenga el apoyo de un buen corrector.

Lo peor de todo es cuando cometes un fallo que SABES que es un fallo. Lo cometes, porque tu cerebro se fue de vacaciones durante unos breves segundos, y en las reseñas alguien te dice: «No me puedo creer que cometieras ese fallo«.

Ya, yo tampoco.

La herramienta de un escritor es el lenguaje y debe conocerlo bien. Debe saber de sintaxis, de gramática y de ortografía. Después de terminar un artículo largo, reconozco que me queda poca energía para darle todas las revisiones que necesita. También sé que sabréis perdonarme si se escapa alguna errata. Pero no me lo perdonaríais en un libro, no. Habéis pagado por ese libro. Habéis pagado por una experiencia de inmersión, evasión y divertimento.

No hay excusas para un texto plagado de erratas, de faltas de ortografía y de fallos gramaticales. No solo hace que un lector abandone tu libro con la velocidad de Flash con mucha prisa, sino que hará que un editor o un lector profesional no llegue ni al segundo párrafo de tu manuscrito antes de mandarlo a la papelera de reciclaje (que después vaciará sin cargo alguno de conciencia y tal vez con una risa maléfica). Es, con diferencia, lo que más cabrea a un lector, a cualquier tipo de lector. Eso y las malas traducciones. Con lo cual, solo me queda un mensaje para vosotros, escritores (y para mí misma, por supuesto): Alone see and write good!

Tenéis que contarme, como lectores, qué es lo que más os enfada a vosotros, aquí, en los comentarios.

Por mi parte, estoy contenta. Como autora, nadie puede obligarme a ir a arreglarle la ventana rota. Recordad siempre que hay que abrirla antes de proceder a la defenestración de libros.

Si no, el daño ya no es del escritor. Es vuestra, por torpes.

 


(1) No sé si se hacen muchas trampas de caza en invierno en Wisconsin. Sonaba bien, lo siento.

(2) Frase por cortesía de Fabrizio Ferri-Benedetti.


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